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Publicada en CNI en Linea el de
julio de 2004
La historia en
breve - Ciro Gómez Leyva
Veinte minutos con López Obrador
Lo he entrevistado
diez veces o más. En la terraza del Hotel Majestic, en diciembre de 1994,
con el Zócalo tomado por sus huestes de Tabasco, me dijo sobre las largas
marchas, los éxodos, “que no había otra alternativa de lucha mientras no se
demostrara con hechos que había voluntad política para transitar a la
democracia”.
Hace seis años, como presidente del PRD, a unas horas de que arrancara un
recorrido por las 32 capitales del país para tratar de convencer a la gente
que convertir Fobaproa en deuda pública sería un crimen, me garantizó: “El
pueblo es sabio, tiene un instinto certero y no se va a equivocar”.
Meses después, en el éxito, a punto de dejar la presidencia del partido, el
hombre que hizo ganar a la izquierda, el que la sacó del marasmo, me explicó
camino a Pachuca: “Si me preguntas cuál es el logro más importante de mi
gestión, te diría, con mucho entusiasmo, que es el de haber roto ese esquema
bipartidista que sacaba de la jugada al PRD. Le rompimos el esquema al PRI,
al PAN y a los intelectuales del salinismo. Ahora tienen que reconocer que
el PRD irrumpió en la escena política. Somos el aguafiestas. Eso me da mucho
gusto”.
Esta ocasión sería distinta. Nunca había tenido tanto poder, pero nunca
había estado tan acorralado. Esta noche le haría preguntas pensando que sus
respuestas carecerían de fuerza para afirmar su veracidad. Porque hasta hace
unas semanas, la gente le creía de antemano, por eso las pruebas de lo que
decía no tardaban en aparecer. Pero ahora sería distinto. Haber decretado
que los ciudadanos eran una especie de monstruos que afloran cuando todo
para él comienza a enredarse, haría que careciera de credibilidad.
Nos sorprendió que, siempre reacio a las citas de última hora, al blind date
periodístico, aceptara tan rápido. Nos quedaron dudas luego de escucharlo el
martes con José Gutiérrez Vivó, y el mismo martes le pedimos unas palabras
para Radio Fórmula, y el mismo martes nos dijo que el jueves, pero en
televisión.
Llegó más tenso que nunca. A fin de cuentas, nosotros también formábamos
parte de la corriente de medios que apoyaron la marcha del 27 de junio. Y
habíamos criticado duramente la pasividad con que sobrelleva los casos de
Ponce y Bejarano. Y denunciado la creación de ese caos lingüístico, incapaz
de aclarar a quiénes se refiere como los aliados de las fuerzas del mal.
Sería, además y con toda probabilidad, la última vez que lo vería antes del
desenlace de la fechoría disfrazada de legalidad de El Encino. Nunca, por lo
mismo, me costó tanto preparar el cuestionario. Porque cuatro días después
de la marcha, cuando, indestructiblemente tozudo, parecía ser el único que
no quería aceptar que el azar también gobierna al mundo, tenía por primera
vez la impresión de que él ya no era capaz de cuidar de sí mismo.
Le pediría tres cosas. Que se disculpara con la gente por lo que dijo sobre
la marcha. Que reconociera que su futuro político dependía de una
negociación con el PRI. Y que llamara delincuentes a Ponce y Bejarano.
"No voy a decir lo que tú quieres que
diga"
Andrés Manuel López
Obrador repetía que sus palabras habían sido dolosamente deformadas. Según
él, jamás descalificó la marcha contra la delincuencia. Le recordé que lo
hizo al apuntalar las declaraciones del secretario general de Gobierno,
Alejandro Encinas, sobre la ultraderecha, el PAN, El Yunque. Y cuando una
mujer que protestaba en Perisur ondeó una banderola blanquiazul. Y la vez
que desmintió al vocero del gobierno capitalino, César Yáñez, quien había
expresado que no tenían nada en contra de la marcha. Y que como epílogo
estaban las declaraciones del lunes acerca de una mano negra que se había
servido de la buena fe ciudadana. Más de una casualidad marca tendencia. Le
dije que un buen político sabría disculparse con la gente a la que ofendió
tantas veces.
Pero él se escurrió. Estaba claro que no sentía necesidad de disculparse,
“porque eso significaría que actué de mala fe, y yo no hice eso”. Culpó al
ruido, a la televisión, a las percepciones. Culpó a la descripción y al
conocimiento. Pero nunca reconoció que, al despreciar el dolor ajeno, había
cometido un gravísimo error.
Era una ametralladora que tableteaba cifras sobre la baja de la
criminalidad, promedios de edad en los reclusorios, hipocresías económicas y
sociales. Quise cerrar el capítulo diciéndole que a su testarudez e
incapacidad para escuchar opiniones divergentes debía el triste honor de ser
el gran perdedor político frente a una de las movilizaciones más
concurridas, plurales, honestas y emotivas en años. Pero ya no supe cómo.
Tampoco logré que admitiera que su suerte política, al menos en el corto
plazo, dependía del PRI. ¿Por qué no buscar un acuerdo y quitarse la amenaza
de El Encino? Pero como en el movimiento anterior, recibí una negativa tras
otra. “No tengo nada que negociar, porque no hice nada malo al abrir una
calle para comunicar un hospital”.
Insistí que no se trataba de lo que él creyera, sino de lo que le iba a
ocurrir. Pero repetía que la gente le había dado el cargo y sólo la gente se
lo podría quitar.
Ahí, en la refriega de la entrevista, entendí que es cierto que no va a
doblar las manos cuando le quiten el fuero, lo destituyan y eliminen del
2006. Que está listo para el encontronazo. Y que debe ser el único en creer
que lo inevitable tiene salida.
¿Quién se estaba equivocando esa noche? Como flashazos en medio de la
discusión recordaba algunas ideas, creo que de Jorge Volpi, sobre la mente,
incapaz de cuidar de sí misma frente a la incoherencia. ¿Quién era más
incoherente? ¿Él, por no admitir lo inexorable? ¿Yo, por creer en lo obvio?
Llegué sin esperanzas a la parte final. Le pedí que llamara delincuentes a
Ponce y Bejarano. Se negó con argumentos semánticos y adjetivos: “No voy a
decir lo que tú quieres que diga”. Pero dijo algo que no era cierto: que
palabras como hampón no aparecían en su diccionario y, por lo mismo, no las
usaría esa noche.
Dijo otra cosa escandalosamente inverosímil: que por falta de tiempo no
había visto los videos confiscados a Carlos Ahumada que la Procuraduría del
maestro Bátiz entregó al Instituto Electoral del DF.
Ya no tuve tiempo para preguntarle sobre la basura en las calles.
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