Veinte minutos con López Obrador
 

Lo he entrevistado diez veces o más. En la terraza del Hotel Majestic, en diciembre de 1994, con el Zócalo tomado por sus huestes de Tabasco, me dijo sobre las largas marchas, los éxodos, “que no había otra alternativa de lucha mientras no se demostrara con hechos que había voluntad política para transitar a la democracia”.

Hace seis años, como presidente del PRD, a unas horas de que arrancara un recorrido por las 32 capitales del país para tratar de convencer a la gente que convertir Fobaproa en deuda pública sería un crimen, me garantizó: “El pueblo es sabio, tiene un instinto certero y no se va a equivocar”.

Meses después, en el éxito, a punto de dejar la presidencia del partido, el hombre que hizo ganar a la izquierda, el que la sacó del marasmo, me explicó camino a Pachuca: “Si me preguntas cuál es el logro más importante de mi gestión, te diría, con mucho entusiasmo, que es el de haber roto ese esquema bipartidista que sacaba de la jugada al PRD. Le rompimos el esquema al PRI, al PAN y a los intelectuales del salinismo. Ahora tienen que reconocer que el PRD irrumpió en la escena política. Somos el aguafiestas. Eso me da mucho gusto”.

Esta ocasión sería distinta. Nunca había tenido tanto poder, pero nunca había estado tan acorralado. Esta noche le haría preguntas pensando que sus respuestas carecerían de fuerza para afirmar su veracidad. Porque hasta hace unas semanas, la gente le creía de antemano, por eso las pruebas de lo que decía no tardaban en aparecer. Pero ahora sería distinto. Haber decretado que los ciudadanos eran una especie de monstruos que afloran cuando todo para él comienza a enredarse, haría que careciera de credibilidad.

Nos sorprendió que, siempre reacio a las citas de última hora, al blind date periodístico, aceptara tan rápido. Nos quedaron dudas luego de escucharlo el martes con José Gutiérrez Vivó, y el mismo martes le pedimos unas palabras para Radio Fórmula, y el mismo martes nos dijo que el jueves, pero en televisión.

Llegó más tenso que nunca. A fin de cuentas, nosotros también formábamos parte de la corriente de medios que apoyaron la marcha del 27 de junio. Y habíamos criticado duramente la pasividad con que sobrelleva los casos de Ponce y Bejarano. Y denunciado la creación de ese caos lingüístico, incapaz de aclarar a quiénes se refiere como los aliados de las fuerzas del mal.

Sería, además y con toda probabilidad, la última vez que lo vería antes del desenlace de la fechoría disfrazada de legalidad de El Encino. Nunca, por lo mismo, me costó tanto preparar el cuestionario. Porque cuatro días después de la marcha, cuando, indestructiblemente tozudo, parecía ser el único que no quería aceptar que el azar también gobierna al mundo, tenía por primera vez la impresión de que él ya no era capaz de cuidar de sí mismo.

Le pediría tres cosas. Que se disculpara con la gente por lo que dijo sobre la marcha. Que reconociera que su futuro político dependía de una negociación con el PRI. Y que llamara delincuentes a Ponce y Bejarano.

 

"No voy a decir lo que tú quieres que diga"

 

Andrés Manuel López Obrador repetía que sus palabras habían sido dolosamente deformadas. Según él, jamás descalificó la marcha contra la delincuencia. Le recordé que lo hizo al apuntalar las declaraciones del secretario general de Gobierno, Alejandro Encinas, sobre la ultraderecha, el PAN, El Yunque. Y cuando una mujer que protestaba en Perisur ondeó una banderola blanquiazul. Y la vez que desmintió al vocero del gobierno capitalino, César Yáñez, quien había expresado que no tenían nada en contra de la marcha. Y que como epílogo estaban las declaraciones del lunes acerca de una mano negra que se había servido de la buena fe ciudadana. Más de una casualidad marca tendencia. Le dije que un buen político sabría disculparse con la gente a la que ofendió tantas veces.

Pero él se escurrió. Estaba claro que no sentía necesidad de disculparse, “porque eso significaría que actué de mala fe, y yo no hice eso”. Culpó al ruido, a la televisión, a las percepciones. Culpó a la descripción y al conocimiento. Pero nunca reconoció que, al despreciar el dolor ajeno, había cometido un gravísimo error.

Era una ametralladora que tableteaba cifras sobre la baja de la criminalidad, promedios de edad en los reclusorios, hipocresías económicas y sociales. Quise cerrar el capítulo diciéndole que a su testarudez e incapacidad para escuchar opiniones divergentes debía el triste honor de ser el gran perdedor político frente a una de las movilizaciones más concurridas, plurales, honestas y emotivas en años. Pero ya no supe cómo.

Tampoco logré que admitiera que su suerte política, al menos en el corto plazo, dependía del PRI. ¿Por qué no buscar un acuerdo y quitarse la amenaza de El Encino? Pero como en el movimiento anterior, recibí una negativa tras otra. “No tengo nada que negociar, porque no hice nada malo al abrir una calle para comunicar un hospital”.

Insistí que no se trataba de lo que él creyera, sino de lo que le iba a ocurrir. Pero repetía que la gente le había dado el cargo y sólo la gente se lo podría quitar.
Ahí, en la refriega de la entrevista, entendí que es cierto que no va a doblar las manos cuando le quiten el fuero, lo destituyan y eliminen del 2006. Que está listo para el encontronazo. Y que debe ser el único en creer que lo inevitable tiene salida.

¿Quién se estaba equivocando esa noche? Como flashazos en medio de la discusión recordaba algunas ideas, creo que de Jorge Volpi, sobre la mente, incapaz de cuidar de sí misma frente a la incoherencia. ¿Quién era más incoherente? ¿Él, por no admitir lo inexorable? ¿Yo, por creer en lo obvio?

Llegué sin esperanzas a la parte final. Le pedí que llamara delincuentes a Ponce y Bejarano. Se negó con argumentos semánticos y adjetivos: “No voy a decir lo que tú quieres que diga”. Pero dijo algo que no era cierto: que palabras como hampón no aparecían en su diccionario y, por lo mismo, no las usaría esa noche.

Dijo otra cosa escandalosamente inverosímil: que por falta de tiempo no había visto los videos confiscados a Carlos Ahumada que la Procuraduría del maestro Bátiz entregó al Instituto Electoral del DF.

Ya no tuve tiempo para preguntarle sobre la basura en las calles.

 

 

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