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Publicada en La Crónica el 18 de
junio de 2004
''Me despidieron de Coca-Cola y hasta mi
mujer me abandonó''
Es mediodía, a
pesar de que está nublado hace calor; parece que va a llover. Sentado sobre
la banqueta, frente a una improvisada oficina de láminas, está José E.
Rodríguez. Es Ingeniero Mecánico, egresado del Politécnico, tiene 52 años y
se ve muy triste, no tiene trabajo.
Hasta hace unos meses fue uno de los responsables en una refresquera de
Iztacalco, pero ha perdido todo. Nadie lo contrata pese a tener una
experiencia de casi 30 años. Hoy, como cada tercer día, se para frente a
esta oficina de la Delegación Venustiano Carranza en busca de cualquier
trabajo.
“En noviembre me dijeron que tenía que ir a otra planta y empecé a trabajar
en Tlalpan. Sólo fueron dos semanas. Ya habían hecho ese tipo de
movimientos, De ahí me regresaron y al tercer día me retiraron el trabajo.
“Me liquidaron, pero mi ritmo de gasto era muy alto y se acabó. Busqué
trabajo por todas partes. Viajé a varios estados y nada. Todos me conocen,
me estiman, bueno, eso dicen, pero nadie me da trabajo, prefieren a los
chavos porque no dan problemas ni se meten en asuntos sindicales. Mi esposa
se fue y días después mis tres hijas. Ahora sólo busco trabajo para comer”,
dice.
Se levanta y camina sin dejar de hablar hasta entrar al local de la “Bolsa
de Trabajo” de la delegación Venustiano Carranza, saluda a las dos chicas
que están dentro y comienza a revisar las ofertas pegadas en la pared, pero
no hay nada para él. “He dado clases en prepas y secundarias, en
universidades públicas o privadas dicen que no cumplo con el perfil y, pues,
no hay chance”, comenta.
Sale del lugar y camina hasta las escaleras de una clínica del Seguro Social
que está en Francisco del Paso, casi esquina con Lorenzo Boturini. Se sienta
nuevamente. El ingeniero es moreno, delgado, tiene ojos verdes y el cabello
corto. Usa saco gris, pantalón negro y camisa sport.
Continúa con su historia: “El 17 de julio cumplo 20 años de que me titulé
como ingeniero, en Santo Tomás. Ya llevaba un rato trabajando en lo que hoy
es la embotelladora de Coca-Cola en Iztacalco. Todo era de maravilla. Atrás
de la Iglesia del centro de Iztacalco tengo mi casa, ahí vivía con mi mujer
y mis hijas.
“Era perfecto. Tenía un buen trabajo y la confianza de muchos directores.
Tenía un turno completo de producción bajo mi responsabilidad. Se hicieron
los movimientos y me fui a la sucursal de Tlalpan. Me regresaron y a los dos
días me corrieron que porque ya no cubría el perfil de la empresa.
“Los primeros días no importó. Tenía un buen dinero en la bolsa, mi coche y
mi casa. Pensamos en poner una tienda o un negocio que diera para que mis
hijas, una de 22, otra de 18 y otra de 10 terminaran de estudiar, pero se
acabó pronto y no se pudo. Empezaron los problemas con mi mujer, nos pusimos
el cuerno y se fue con uno de mis mejores amigos. Me deprimí por todo y
después empecé a buscar trabajo. Nadie me daba, fui a Guanajuato, luego a
Nuevo León y después a Jalisco y no hubo quien me dijera que sí.
“Luego vine a este módulo de la delegación. Aquí encontré trabajo en un par
de primarias como maestro, luego en secundarias y prepas, pero en
universidades no hubo por la edad. Ahora tengo dos mil pesos en la bolsa, no
tengo trabajo, tengo todos los gastos encima de aquel ritmo de vida y estoy
solo”.
El ingeniero se levanta y camina otra vez hacia el módulo de láminas.
Nuevamente revisa con ahínco las listas de ofertas. No encuentra por más
grande que es su esfuerzo.
“Vengo el viernes a ver si aunque sea de chofer o de mozo, no va a haber de
otra, ni modo, eso pasa por ir a la escuela”. Se despide y se va.
Francisco Reséndiz
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