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Publicada el 20 de enero de 2005 en The
Guardian
Andrew Brown
Funerales para mascotas
En East Anglia,
tres chimeneas se yerguen sobre un campo de coles contra un cielo liso al
que lanzan una turbulenta fuente de vapor color blanco hueso. A sus pies hay
un edificio bajo, de techo negro, que podría ser una granja o una pequeña
factoría. Sólo las letras sobre el gran portón de hierro delatan el giro del
negocio: “Crematorio de mascotas”, palabras que repiten y amplifican las
contenidas en un letrero sobre la carretera principal. Alguna vez, el
Crematorio de Mascotas de Cambrigde fue el sueño de Ray Hale; hoy se ha
vuelto realidad. Se cremaron ahí el año pasado 160 mil animales, desde
rinocerontes hasta peces dorados.
Grandes camionetas plateadas sin emblemas transportan cadáveres de todo el
sur de Inglaterra, y los hornos arden día y noche. Desde una perspectiva,
esta es sólo una planta de disposición de desechos para los agronegocios
modernos; pero al mismo tiempo, y esto es mucho más rentable, es un
monumento a la soledad humana. Junto a la entrada, dos placas montadas sobre
un lecho de flores recuerdan a Zak y a Ben, los perros de la familia de
Hale. Sus modales combinan fervor y compasión: como si fuera un empresario
de pompas fúnebres vendiendo en un puesto del mercado.
Hale inició el negocio en la década de 1970, con su suegro, Clive Jackman, y
recuerda cuánto han avanzado. “Mi suegro era un conductor, que recolectaba
desechos de las carnicerías, todo ese tipo de compañías. Operaban los giros
que recolectaban las mascotas muertas. Así fue como lo conocí. Yo provengo
de la industria del reciclaje, donde reciclábamos autos y papel. Tengo
parientes que hubieran sido clasificados como ropavejeros”.
Ahora tiene una barriga pulcra, ropas discretamente opulentas y la confianza
interna de un hombre que ha erigido un negocio que da empleo a 68 personas.
Para dar una audiencia a un periodista, tiene junto a sí a dos personas de
relaciones públicas, al gerente comercial y a Stephanie Symes, la consejera
para funerales de mascotas, escuchando; pero parece que escucharían aunque
no fuera su patrón, porque él cree muy sinceramente en lo que vende.
“Clive y yo nos hemos sentado con gente que va desde lores hasta los más
pobres y hemos llorado con ellos. Nosotros mismos éramos amantes de
mascotas. Mis dos perros están en la glorieta de allá. Aquí están la mayoría
de los conejos de mis hijos, y los gatos. Es un negocio de familia”.
Detrás de las grandes placas de cerámica que recuerdan a los dos perros de
Hale, una suave pendiente conduce al “jardín del recuerdo”. Veredas de grava
serpentean entre matorrales bajos, llenos de espinas. Hay un foso seco y un
pequeño molino de viento, al pie del cual está sepultado un perro llamado
Humphrey. A la vuelta del jardín hay grandes fortines de ladrillos, cada uno
con un letrero diciendo que contiene las mascotas cremadas en un año
particular. Por aquí están esparcidas las cenizas del señor Hoddinott, un
veterinario de Northampton que quiso seguir a sus pacientes. Otros clientes
han pedido urnas especialmente grandes, para que sus propias cenizas puedan
eventualmente agregarse. Una mujer pidió algo lo suficientemente grande para
que cupieran tanto su gato como su marido.
El crematorio está orgulloso de su servicio funerario para mascotas. “En
realidad yo no empecé como consejera funeraria”, admite Symes. “Empecé como
telefonista. No es diferente de ser consejera de funerales para personas. Es
exactamente la misma situación. Nos sentamos y hablamos con ellos mientras
ocurre la cremación”.
Hale se entusiasma. “Los crematorios humanos no ofrecen lo que Stephanie
hace. Creo que lo que la gente quiere con los funerales de mascotas es
sentirse tranquilizada de que esté bien seguir el proceso funerario”.
Symes se anima ante su tema. “Algunas personas sólo quieren ser
tranquilizadas. Algunas quieren respuestas más profundas, que ningún
consejero puede darles. Pero no hay diferencia entre perder una mascota y
perder un hermano, una hermana, un hijo. Mucha gente tiene mascotas como
sustitutos de niños”.
¿Qué es lo más triste que ha visto? “Había un cachorrito de collie Border de
siete semanas. Lo habían llevado a casa, y el gato le arañó un ojo, que se
le infectó… Los dueños me pidieron que le quitara el collar, y la piel era
tan suave… No me importa decir que yo también lloré”.
En la sala de empaque hay listas de precios. Entre más grande el animal, más
alto el costo: cremar a un caballo puede costar más de 800 libras. “Los
crematorios son muy grandes aquí”, dice el gerente comercial. “Podemos
cremar caballos enteros, lo cual no pueden hacer muchos de los más
pequeños”.
Desde el pabellón de entrada, los dolientes son llevados a una pequeña
habitación a la que llega una banda sinfín desde atrás de una cortina de
terciopelo rojo. Sobre esta banda, la mascota muerta –“su compañero”, dicen
los folletos– entra sobre una bandeja; los dueños tienen media hora para
rendir sus últimos tributos. Hay una mesa de dos niveles ribeteada de metal.
En el nivel de arriba hay una caja de toallitas desechables; en el de abajo,
un cepillo para el peinado final. “Algunos traen pequeños juguetes para ser
quemados con sus mascotas”, dice Symes. “Incluso hemos tenido a un sacerdote
que viene a bendecirlos”.
Sobre la banda transportadora hay un pequeño televisor blanco y negro en el
que los dolientes pueden ver a sus mascotas mientras son llevadas al
crematorio. Cada animal es puesto en una bandeja numerada y pasa por una
banda. Hay planes de agregar una cámara Web, de modo que puedan seguir la
ceremonia incluso quienes no puedan hacer el viaje a Cambridge.
Una vez que el “compañero” ha pasado tras la cortina de terciopelo, hay otra
habitación donde la familia puede esperar, si lo desea, durante la hora que
tardan los restos en enfriarse. Pero en todo esto se les asegura que las
mascotas entran en bandejas numeradas y salen igual.
Las cenizas de un labrador parecen las piedrecitas grises y blancas de un
acuario. Recolectadas en una bolsa de polietileno con cierre, tienen más o
menos el tamaño y la masa de medio kilo de azúcar. Cada bolsa está
etiquetada con el nombre y especie del contenido, y con el nombre y
dirección del propietario. Los muros están repletos de cofrecitos del tamaño
de las cajas que contienen piezas de un ajedrez, aunque también se puede
pedir una urna de porcelana. También se recibe una tarjeta de condolencias y
un ramillete de flores blancas. Sobre todo, uno recibe las cenizas de su
mascota y no las de otra.
“Nuestro reto más grande”, dice Hale, “fue persuadir a la profesión
veterinaria de que valía la pena. Por años, estuvieron pagando prácticamente
nada por la disposición de los cadáveres. Cuando alguien va a un sitio de
mascotas cree con toda honestidad en lo que diga el veterinario. La gente
nunca preguntó qué ocurría con la mascota cuando el veterinario decía:
’Déjela conmigo y yo me haré cargo’”.
Hale me mira a los ojos. “Cuando mi madre murió, sí, en el Hospital San
Bartolomé de Londres, el doctor nunca me dijo: ’Déjemela, y yo me haré
cargo’. ¿Por qué no dar una opción a los dueños de mascotas?”
Andrew Brown
©
The Guardian
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