Andrew Brown


Funerales para mascotas

 

 En East Anglia, tres chimeneas se yerguen sobre un campo de coles contra un cielo liso al que lanzan una turbulenta fuente de vapor color blanco hueso. A sus pies hay un edificio bajo, de techo negro, que podría ser una granja o una pequeña factoría. Sólo las letras sobre el gran portón de hierro delatan el giro del negocio: “Crematorio de mascotas”, palabras que repiten y amplifican las contenidas en un letrero sobre la carretera principal. Alguna vez, el Crematorio de Mascotas de Cambrigde fue el sueño de Ray Hale; hoy se ha vuelto realidad. Se cremaron ahí el año pasado 160 mil animales, desde rinocerontes hasta peces dorados.

Grandes camionetas plateadas sin emblemas transportan cadáveres de todo el sur de Inglaterra, y los hornos arden día y noche. Desde una perspectiva, esta es sólo una planta de disposición de desechos para los agronegocios modernos; pero al mismo tiempo, y esto es mucho más rentable, es un monumento a la soledad humana. Junto a la entrada, dos placas montadas sobre un lecho de flores recuerdan a Zak y a Ben, los perros de la familia de Hale. Sus modales combinan fervor y compasión: como si fuera un empresario de pompas fúnebres vendiendo en un puesto del mercado.

Hale inició el negocio en la década de 1970, con su suegro, Clive Jackman, y recuerda cuánto han avanzado. “Mi suegro era un conductor, que recolectaba desechos de las carnicerías, todo ese tipo de compañías. Operaban los giros que recolectaban las mascotas muertas. Así fue como lo conocí. Yo provengo de la industria del reciclaje, donde reciclábamos autos y papel. Tengo parientes que hubieran sido clasificados como ropavejeros”.

Ahora tiene una barriga pulcra, ropas discretamente opulentas y la confianza interna de un hombre que ha erigido un negocio que da empleo a 68 personas. Para dar una audiencia a un periodista, tiene junto a sí a dos personas de relaciones públicas, al gerente comercial y a Stephanie Symes, la consejera para funerales de mascotas, escuchando; pero parece que escucharían aunque no fuera su patrón, porque él cree muy sinceramente en lo que vende.

“Clive y yo nos hemos sentado con gente que va desde lores hasta los más pobres y hemos llorado con ellos. Nosotros mismos éramos amantes de mascotas. Mis dos perros están en la glorieta de allá. Aquí están la mayoría de los conejos de mis hijos, y los gatos. Es un negocio de familia”.

Detrás de las grandes placas de cerámica que recuerdan a los dos perros de Hale, una suave pendiente conduce al “jardín del recuerdo”. Veredas de grava serpentean entre matorrales bajos, llenos de espinas. Hay un foso seco y un pequeño molino de viento, al pie del cual está sepultado un perro llamado Humphrey. A la vuelta del jardín hay grandes fortines de ladrillos, cada uno con un letrero diciendo que contiene las mascotas cremadas en un año particular. Por aquí están esparcidas las cenizas del señor Hoddinott, un veterinario de Northampton que quiso seguir a sus pacientes. Otros clientes han pedido urnas especialmente grandes, para que sus propias cenizas puedan eventualmente agregarse. Una mujer pidió algo lo suficientemente grande para que cupieran tanto su gato como su marido.

El crematorio está orgulloso de su servicio funerario para mascotas. “En realidad yo no empecé como consejera funeraria”, admite Symes. “Empecé como telefonista. No es diferente de ser consejera de funerales para personas. Es exactamente la misma situación. Nos sentamos y hablamos con ellos mientras ocurre la cremación”.

Hale se entusiasma. “Los crematorios humanos no ofrecen lo que Stephanie hace. Creo que lo que la gente quiere con los funerales de mascotas es sentirse tranquilizada de que esté bien seguir el proceso funerario”.

Symes se anima ante su tema. “Algunas personas sólo quieren ser tranquilizadas. Algunas quieren respuestas más profundas, que ningún consejero puede darles. Pero no hay diferencia entre perder una mascota y perder un hermano, una hermana, un hijo. Mucha gente tiene mascotas como sustitutos de niños”.

¿Qué es lo más triste que ha visto? “Había un cachorrito de collie Border de siete semanas. Lo habían llevado a casa, y el gato le arañó un ojo, que se le infectó… Los dueños me pidieron que le quitara el collar, y la piel era tan suave… No me importa decir que yo también lloré”.

En la sala de empaque hay listas de precios. Entre más grande el animal, más alto el costo: cremar a un caballo puede costar más de 800 libras. “Los crematorios son muy grandes aquí”, dice el gerente comercial. “Podemos cremar caballos enteros, lo cual no pueden hacer muchos de los más pequeños”.

Desde el pabellón de entrada, los dolientes son llevados a una pequeña habitación a la que llega una banda sinfín desde atrás de una cortina de terciopelo rojo. Sobre esta banda, la mascota muerta –“su compañero”, dicen los folletos– entra sobre una bandeja; los dueños tienen media hora para rendir sus últimos tributos. Hay una mesa de dos niveles ribeteada de metal. En el nivel de arriba hay una caja de toallitas desechables; en el de abajo, un cepillo para el peinado final. “Algunos traen pequeños juguetes para ser quemados con sus mascotas”, dice Symes. “Incluso hemos tenido a un sacerdote que viene a bendecirlos”.

Sobre la banda transportadora hay un pequeño televisor blanco y negro en el que los dolientes pueden ver a sus mascotas mientras son llevadas al crematorio. Cada animal es puesto en una bandeja numerada y pasa por una banda. Hay planes de agregar una cámara Web, de modo que puedan seguir la ceremonia incluso quienes no puedan hacer el viaje a Cambridge.

Una vez que el “compañero” ha pasado tras la cortina de terciopelo, hay otra habitación donde la familia puede esperar, si lo desea, durante la hora que tardan los restos en enfriarse. Pero en todo esto se les asegura que las mascotas entran en bandejas numeradas y salen igual.

Las cenizas de un labrador parecen las piedrecitas grises y blancas de un acuario. Recolectadas en una bolsa de polietileno con cierre, tienen más o menos el tamaño y la masa de medio kilo de azúcar. Cada bolsa está etiquetada con el nombre y especie del contenido, y con el nombre y dirección del propietario. Los muros están repletos de cofrecitos del tamaño de las cajas que contienen piezas de un ajedrez, aunque también se puede pedir una urna de porcelana. También se recibe una tarjeta de condolencias y un ramillete de flores blancas. Sobre todo, uno recibe las cenizas de su mascota y no las de otra.

“Nuestro reto más grande”, dice Hale, “fue persuadir a la profesión veterinaria de que valía la pena. Por años, estuvieron pagando prácticamente nada por la disposición de los cadáveres. Cuando alguien va a un sitio de mascotas cree con toda honestidad en lo que diga el veterinario. La gente nunca preguntó qué ocurría con la mascota cuando el veterinario decía: ’Déjela conmigo y yo me haré cargo’”.

Hale me mira a los ojos. “Cuando mi madre murió, sí, en el Hospital San Bartolomé de Londres, el doctor nunca me dijo: ’Déjemela, y yo me haré cargo’. ¿Por qué no dar una opción a los dueños de mascotas?”


Andrew Brown

© The Guardian

 

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