Nada como la
crucifixión del secretario del Trabajo, Carlos Abascal, retrata mejor la
inquina personal y la degradación institucional que está pudriendo la vida
pública en México.
En el aniversario 37 del Congreso del Trabajo —la organización caciquil
del sindicalismo domesticado—, los dirigentes hicieron lo mismo de
siempre: arrastrarse ante el Poder Ejecutivo federal, en tanto que sus
claques, para fingir que el proletariado no ha perdido su “conciencia de
clase”, llevaron a un extremo inimaginable su falaz papel de la
“protesta”.
Después de que el líder Leonardo Rodríguez Alcaine pronunciara un discurso
conciliador, habló Abascal y fue interrumpido por chiflidos y abucheos
desde las tribunas. Como persistiera en hablar, desde las vociferantes
manadas del membreterío laborista fue disparada una frase que nunca debió
utilizarse como insulto:
“¡¡Que Dios te bendiga!!”.
Con desconcierto evidente, Abascal salió al paso asumiendo su condición de
católico ferviente y militante:
“Gracias”, reviró.
El hecho no tiene precedente.
Lo usual en ceremonias que se desbordan es que de las turbas escapen
gritos equivalentes a “¡Vas para diputado, güey!” o, más directamente,
puntuales, concisas, precisas y macizas mentadas de madre.
El “que Dios te bendiga”, en esta ocasión, llevaba toda la exterminadora
furia de la irracionalidad tumultuaria, con impunidad garantizada por el
anonimato cobarde.
La penosa experiencia del secretario Abascal, conmovedora inclusive para
el ateísmo respetuoso de las creencias religiosas, debe hacer reflexionar
al gobierno foxista en que con la palabra Dios no se juega.
En frase de García Márquez (en la cándida Eréndira...), ¿cuándo empezó a
“soplar el viento de la desgracia” sobre los funcionarios federales y el
propio matrimonio presidencial en lo que respecta a su estruendosa
exhibición de sentimientos religiosos que debieron reservar para su vida
privada?
En el arranque de su campaña por la Presidencia, Vicente Fox, cual Hidalgo
redivivo, cometió la imprudencia de enarbolar un estandarte de la Virgen
de Guadalupe. El escándalo que provocó fue de tal magnitud que después
tuvo que explicar que no lo hizo de manera premeditada, sino que se lo
ofreció inocentemente su hija mayor, Ana Cristina.
El primero de diciembre, antes de sentarse en La Silla, Fox acudió a La
Villa para oír
misa, con lo cual remarcó el misticismo que ha permeado en gran parte de
sus actos de gobierno.
Ese mismo día, al presentar a su gabinete y hacerle jurar su código de
ética, su hija menor, Paulina, le entregó en el Auditorio Nacional un
crucifijo que ya Presidente mantuvo en su regazo, sobrepuesto a la banda
presidencial.
A partir de entonces, no sólo a él, sino algunos de sus secretarios de
Estado y en especial al de Trabajo, Carlos Abascal, les dio por rematar
sus discursos como si fueran sacerdotes. Los “vayan con Dios” o “que Dios
los bendiga” se hicieron tan comunes y corrientes que, además de poner en
duda su efectividad, suplieron los remates republicanos a que la población
estaba acostumbrada y empezaron a cundir los comentarios hilarantes.
¿Pues no acaso lo de Dios era cosa de Dios y lo del César del César? ¿Por
qué airear las creencias de los funcionarios en el pedestre juego de la
política? ¿No habrá quién para hacer entender al Presidente, sus
secretarios y su familia que los actos de gobierno nada tienen qué ver con
la liturgia?
Lo que empezó como un soplo de viento ha devenido huracán: la esposa de
Fox, Marta Sahagún, aparece en televisión pronunciando una oración tomada
de las manos de un grupo de enfermos; a los pocos días, el Presidente
mismo hace el juego de la “espontánea” jovencita que en el Nikko fue capaz
de sortear las defensas boxísticas y artilleras del Estado Mayor
Presidencial para poner a rezar a los asistentes a una reunión
internacional sobre el medio ambiente.
Después vino el irreverente insulto a Carlos Abascal. ¿Quién iba a
imaginar un “¡¡Que Dios te bendiga!! iba a emplearse como equivalente a
“lárgate” o “vete mucho a...” quién sabe dónde?
Al secretario de Hacienda, Francisco Gil Díaz, le tocó ayer un trato de
desprecio semejante pero laico, con todo y un repentino chubasco.
Al rato, las cosas terminarán como el Rosario de Amozoc, cuando sobre los
cándidos, piadosos y activos militantes católicos del equipo foxista
lluevan globos cargados de agua... bendita.