Publicada en The London Times
el 3 de abril de 2003
Carnicería en el puente de
la muerte
tomada de www.salon.com
La luz era de un gris amarillento
extraño y el viento empezaba a soplar. Eran los inicios de una tormenta de
arena. El silencio parecía casi atemorizante después de las intensas
detonaciones que habían lastimado los tímpanos y sacudido los nervios. Mis
pasos parecían pesados sobre el asfalto caliente y polvoriento mientras
caminaba hacia el puente de Nasiriya. Me esperaba una escena horrenda. Unos
quince vehículos, incluyendo una minivan y un par de camiones bloqueaban el
camino.
Estaban salpicados de impactos de bala. Algunos se habían incendiado y
convertido en pilas de metal negro y retorcido. Otros todavía ardían.
Entre los restos conté a doce civiles muertos, yaciendo sobre el camino o en
zanjas cercanas. Todos habían intentado abandonar esta ciudad del sur
durante la noche, probablemente por miedo a morir bajo los ataques de los
helicópteros y de la artillería pesada.
Su error había sido escapar por un puente que es crucial para las líneas de
provisiones de la coalición, y haberse encontrado con un grupo de jóvenes
marines estadunidenses asustados y con órdenes de dispararle a todo lo que
se moviera.
El cuerpo de un hombre todavía estaba en llamas. Hacía un sonido chirriante.
Guardados en el bolsillo, sobre su pecho, gruesos fajos de billetes se
convertían en cenizas. Tal vez eran sus ahorros.
Más adelante, sobre el camino, una niña de nos más de cinco años, engalanada
con un bonito vestido anaranjado y dorado, yacía muerta en una zanja junto
al cuerpo de un hombre que puede haber sido el de su padre, al que le
faltaba la mitad de la cabeza. Muy cerca, dentro de un viejo auto Volga,
salpicado de agujeros de disparos, una mujer iraquí —tal vez la madre de la
niña— yacía muerta, sobre el asiento trasero. Un tanque Abrams estadunidense,
apodado Ghetto Fabulous, avanzaba a través de los cadáveres.
Ésta no era la única familia que había tomado la que parecía la última
oportunidad de salvarse. Un padre, una bebé y un niño yacían en una tumba
poco profunda. Sobre el puente mismo, un civil iraquí yacía junto a la
carcasa de un burro.
Mientras me alejaba, el teniente Matt Martin, cuya tercera hija, Isabella,
nació mientras él estaba a bordo de un barco camino al golfo Pérsico,
apareció a mi lado.
“¿Viste todo eso?”, preguntó con los ojos llenos de lágrimas. “¿Viste a esa
pequeña bebé? Tomé su cuerpo y lo sepulté lo mejor que pude, pero no tuve
demasiado tiempo. Realmente me impresiona ver niños que mueren de esta
manera, pero no tuvimos elección”.
El malestar de Martin contrastaba con la amarga satisfacción de algunos de
sus compañeros marines mientras revisaban la escena. “Los iraquíes son
personas enfermas de cáncer y nosotros somos la quimioterapia”, dijo el cabo
Ryan Dupre. “Estoy empezando a odiar a este país. Esperen a que agarre a un
iraquí. No, no lo voy a agarrar, simplemente lo mataré”. Unos pocos días
antes, éstos eran los jóvenes de ojos brillantes, provenientes de pequeñas
ciudades con los que crucé la frontera al inicio de la operación. Habían
avanzado hacia Nasiriya, una ciudad estratégica junto al Éufrates, con la
misión de asegurar una ruta segura para las provisiones destinadas a las
tropas camino a Bagdad.
Habían esperado una bienvenida, o al menos la rendición rápida. En su lugar
se encontraron inmersos en una batalla sangrienta, que culminó con las
peores pérdidas que ha sufrido la coalición durante la guerra —16 muertos,
doce heridos y dos marines desaparecidos, al igual que doce desaparecidos de
un convoy del Ejército—, y con la humillación de que los prisioneros sean
mostrados por la televisión iraquí.
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