Esto es verdad

RELATOS SENCILLOS DE LA VIDA COTIDIANA

 

La poza del lagarto, ¡que lugar maravilloso!  El solo cerrar los ojos me evoca una niñez llena de alegrías, olores y sabores que ya no volverán, pero que han quedado prendidos en mi memoria.   

Cuantos recuerdos así tenemos y como desearíamos volver a ser pequeños para no tener que preocuparnos de los problemas cotidianos y que nos quitan el sueño, pero si nos ponemos a pensar un poco, a veces estos problemas no son tan importantes, pero el ritmo diario nos hace visualizarlos en tal magnitud que nos consume la energía y tenemos que recordar que en esta vida solo nos han dado un boleto y es de ida solamente, así que porque no disfrutarla así, como viene, con sus altas y bajas, aprender de los problemas y como dice el dicho: “si tus problemas tienen solución, ¿de que te preocupas?  Y si no la tienen:  ¿de que te preocupas? 

Pero ya me desvié del tema:  ¿Dónde esta la poza del lagarto?  O donde estaba, porque la verdad hace tanto tiempo que probablemente ya ni exista, lo cual sería una verdadera lástima. 

Empiezo pues.  En mi familia disfrutábamos de vacaciones dos veces al año y el lugar era Acapulco, ¡que afortunados!, dirá alguien, pero no, no crea que llegábamos a los grandes hoteles y disfrutar la playa en la extensión de la palabra.  Como muchos sabrán, hay una serie de pueblitos que están a la orilla de la carretera vieja a Acapulco y uno de estos es“El 30”, así, solo el 30 y la razón “obvia” pues que estaba 30 kms. antes de llegar al puerto, ahí vivían mis abuelos maternos en una casita pequeña sin nada de lujos, en una habitación grande que servía de  recamara, sala y cuarto de diversiones; había un radio, 4 camas matrimoniales y una enorme hamaca que sirvió, entre otras cosas, para que mis hermanos y yo  nos descalabráramos tiro por viaje.  La cocina era un poema, estaba en el porche de la casa y dominaba un patio de tierra con un enorme gallinero y árboles cargados de limones y de nanches a los que mi abuela paterna espiaba todas las mañanas para que las gallinas no se los ganaran al caer del árbol, era un espectáculo verdaderamente divertido.  Como les decía, la cocina servia también de comedor, tenia una mesa de madera con 6 sillas de palma y el inefable mantel de plástico rojo, un filtro de piedra enorme que tenia un garrafón de barro con el agua mas fresca y dulce que recuerdo haber tomado nunca, la estufa era un pretil enorme de concreto con 4 hornillas de carbón y madera y en donde la abuelita Nicolasa nos hacía a mano unas tortillas saliditas del comal, salsita de molcajete de jitomate y chile verde, frijoles y huevo acompañado de un delicioso cafecito en jarro de barro, casi no había leche pero ni falta que hacía.   

Después de este suculento desayuno nos apurábamos para irnos a la playa en Acapulco en compañía de los tíos y primos para pasar un agradable día jugando en la arena y recibiendo buenos revolcones, lo cual no nos intimidaba pues seguíamos enfrentando las olas valientemente.  Ya por la tarde nos preparábamos para el regreso pero en ese entonces debíamos secarnos al sol para no subirnos al auto mojados, pero eso si, íbamos todos llenos de arena y sal lo cual era muy desagradable, ya no veiamos el momento de llegar al “30” y bajarnos al río, el cual corría a unos 50 metros de la casa de los abuelos y ahí nos podíamos bañar. 

¡¡Aah!!  Pero si no era muy tarde aún, caminábamos unos 50 metros más, bajando por una brechita rodeada de árboles de mango, limoneros y palmeras en donde veíamos lagartijas e iguanas y muchos insectos e íbamos resbalándonos porque el caminito era pronunciado y  parecía que no íbamos a ningún lado cuando de pronto, tras unas palmeras llenas de cocos, aparecía una caída de agua como de 3 ó 4 metros aproximadamente que desembocaba en una hermosa poza de aguas cristalinas rodeada de vegetación y fresca como oasis.  ¿Se puede imaginar que a unos metros de la carretera existiera un lugar así?   Tenía una playita de arena justo en medio de la poza y dicen que ahí se echaba un enorme lagarto a tomar el sol pues ese era su territorio, de ahí el nombre; aparentemente hacia muchísimo tiempo que no se veía ningún lagarto por el lugar y entonces se convirtió en nuestro territorio, pues a los lugareños no les gustaba ir porque no podían lavar su ropa ya que no había piedras y nadie más conocía de su existencia, así que era un lugar privilegiado para nosotros pues podíamos nadar a nuestras anchas, tomar el sol y pasar unas vacaciones envidiables mis hermanos y yo.  No se si aún exista, pero algún día volveré a buscarlo.   Esa era La “Poza del Lagarto”.  

IRMA SUSANA

comunicación: susy@lavisiondelciudadano.com

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