Publicada en cnienlinea el miercoles 23 de octubre de 2002
‘Son solemnes como la
muerte’
Por Ciro Gómez Leyva
Después de escuchar las
“barbaridades” de Pancho Cachondo, uno bien puede preguntarse por qué son
tan aburridos nuestros políticos.
Al terminar la entrevista con Pancho Cachondo dudé por un minuto si el
personaje con quien había conversado era un gordo simpático, desmadroso,
irresponsable y a fin de cuentas vano e insignificante, o si había tenido la
suerte de platicar con un genio. Genio, desde luego, en el sentido que marcó
Jonathan Swift y que sirvió de punto de partida a John Kennedy Toole para
escribir la deliciosa novela La conjura de los necios: “Cuando en el mundo
aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los
necios se conjuran contra él”.
En la entrevista hablamos, desde luego, de la famosa fotografía en un table
dance, por la que Francisco Solís, el legislador de 34 años repudiado por su
partido, el PAN, se ganó el impecable apodo de Diputable. Ni siquiera traté
de empujarlo a la anécdota porque a él esa anécdota le sigue fascinando.
Dijo sobre la bailarina desnuda:
--Sí, le estaba mirando el ¡pubis! –subió la voz--. Un pubis muy bien
recortadito. Ah, cómo recuerdo esa noche, y ese olor a mar fresco que me
golpeaba la cara. Ah qué noche aquélla.
(Reviso, por cierto, la ilustración original de la portada de La conjura de
los necios, y el Ignatius Reilly, personaje central, con gorra de cazador,
gabardina, una cimitarra en la mano derecha y un hot dog con mostaza en la
izquierda, es idéntico a Francisco Solís. Coincidencias).
Entiendo que al PAN le resulte intolerable un personaje como Cachondo. No
veo nada extraño en la decisión de abrirle la puerta trasera para que se
vaya del partido. A los panistas tampoco les gustaba que Vicente Fox le
enseñara el dedo a Francisco Labastida, ni les causaba gracia escuchar las
metáforas de uno de sus contados personajes con sentido del humor, Carlos
Castillo Peraza. Por ejemplo. “La prensa mexicana está llena de periodistas
que son como los pavorreales machos, que luego de desplegar su cola y atraer
a la hembra resultan impotentes para satisfacerla”.
Creo que a estas alturas no cometo ninguna infidencia si digo que en las
sabrosas charlas que le escuché, Castillo Peraza siempre se quejó del pobre
sentido del humor del grueso de los políticos mexicanos. Son solemnes como
la muerte, me decía: dogmáticos, aburridos, estreñidos. Creo que más que
decepcionado, se fue del PAN y de la política porque sus compañeros,
adversarios y rivales lo aburrían más que una mala novela del realismo
socialista. Por cierto, según Pancho Cachondo, fue Castillo Peraza quien lo
trajo a la política, de la que ahora lo quieren sacar a patadas los panistas.
¿Estaría orgulloso de él? En una de esas.
Desde luego que la solemnidad no es patrimonio blanquiazul. ¿Puede haber
algo más solemne que un diputado del PRD en un soliloquio sobre la justicia
social? ¿O un funcionario del PRI cuando ennumera los logros de su
administración? ¿O un secretario del actual gobierno cuando habla del “gran
cambio que vive nuestro país”? ¿Qué político mexicano, hoy, es simpático en
público? Creo que ninguno. Conozco a varios que son muy divertidos e
ingeniosos, pero en privado, porque apenas se enciende un foco de 30 vatios
y se juntan más de tres personas no tienen mejor idea que engolar la voz.
Antes de las elecciones del 2000 se puso de moda que los políticos hicieran
payasadas. Si Bill Clinton bailaba La macarena, por qué Roberto Madrazo no
iba a vestirse de cheff para preparar un licuado de huevos, o por qué
Labastida no iba a bailar “y date una vueltecita y olvídate del estrés”. El
resultado fue patético, desastroso. Se veían incómodos, fuera de lugar. Y lo
peor: perdían puntos en las encuestas. Ellos, formados en la cultura de la
oratoria, la liturgia y el “usted” tenían que bailar, sacar conejos de las
chisteras, dejarse fajar por vedettes. Ellos que en el fondo siempre habían
creído que la seriedad era buena amiga de los impostores.
Vicente Fox fue quizá el último de los políticos mexicanos de primera línea
con sentido del humor en público. Creo que, antes de que los serios le
amarraran manos y lengua, le encantaba divertirse, mostrar sus botas de
charol, manejar triciclos, chiflarle a la esposa. Creo que sin haber leído
jamás a Chamfort compartía con él una idea: el más inútil de todos los días
es aquel en que no hemos reído. Y creo que a la gente le gustaba que riera.
¿Lo han visto hoy? Algún asesor debe haberlo convencido de que no se puede
estar serio riendo, o de que es falso que la risa nos mantenga más
razonables que el enojo. Ya no le sale una broma, ni tiene aquella velocidad
extraordinaria del ingenio. Sus asesores serios le inocularon la solemnidad.
Me gustaría saber cómo lo definiría hoy Castillo Peraza. ¿Como a otro
político estreñido?
¿Un genio Pancho Cachondo? No. Simplemente un buen tipo, simpático,
inocentón, genuino. Alguien que contrasta con el gris de nuestra solemnidad.
Nada de raro tiene, pues, que los solemnes se conjuren en su contra.
Que no se desanime el todavía diputado del PAN. Ya vienen las elecciones,
ese periodo de tolerancia en que con tal de ganar un voto adicional los
partidos parecen estar dispuestos a hacer cualquier cosa; el periodo en que
los “cachondos” se van a la alza, y Fox hace sketches con Eugenio Derbez y
los desesperados aceptan incluso jugarse el todo en un duelo de albures
históricos con el gran Brozo.
En uno de sus párrafos más melancólicos, Mario Vargas Llosa (Lituma en Los
Andes, 1993) lloraba a su Perú porque ya no era, ni podría ser, como alguna
vez lo fue, porque antes, cuando la gente era tan pobre y también había
desgracias por muchas partes, la gente quería divertirse, sabía divertirse.
“La gente tenía eso que ya perdió: el entusiasmo para divertirse. Las ganas
de vivir. Ahora, aunque se muevan y hablen y se emborrachen, todos parecen
medio muertos”.
Como nuestros políticos.
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