Somos vulnerables. Nos secuestran, nos asaltan, nos
amenazan. Revise las noticias de los últimos días, las que realmente nos
tocan, y casi todas van hacia donde mismo: somos vulnerables.
Ya ni siquiera hay un modelo en el cual podamos refugiarnos. Tan
vulnerable es una estrella de la televisión como una familia bien de
cualquier colonia con dinero. Tan vulnerable es el campesino como el
empresario.
Por si esta sensación de inseguridad constante no fuera suficiente, ahora
hay otro tipo de vulnerabilidad que nos está haciendo ruido: la
vulnerabilidad de nuestras ciudades.
Lo que pasó en las carreteras México–Cuernavaca fue escandaloso y vino a
demostrar no sólo la facilidad con la que cualquier grupo puede hacer lo
que se le antoje en territorio nacional sino la vulnerabilidad de la
capital del país.
Fue tan sencillo incomunicar a la ciudad de México a través de una de sus
arterias más importantes, que da vergüenza.
Nadie estuvo ahí para impedirlo como nunca hay nadie para impedir los más
elementales atropellos.
Ni siquiera porque era día festivo y hubiera sido lógico imaginar que las
autoridades se iban a pulir vigilando las carreteras para proteger a los
paseantes.
Usted y yo lo vimos por televisión y lo escuchamos por radio justo al
instante. El bloqueo no duró cinco minutos. Fueron más de 24 horas de
tener varias carreteras cerradas a la fuerza en tiempos de paz.
Sí, se oyó muy “bonita” la negociación, muy civilizada, con todo y las
imágenes de unos guardias trasladándose a la zona afectada, pero fue más
de un día.
Deje usted las anécdotas de las personas que perdieron sus vuelos, de los
turistas incómodos y de los vendedores ambulantes haciendo su agosto.
Uno de los accesos a la capital de México estuvo cerrado durante un día
completo y estuvo cerrado por gente que no sufrió ni tantito para hacerlo.
Ahí está el detalle.
¿Se imagina usted lo que esto implica en términos políticos, económicos y
sociales? ¿Ya se fijó en lo que pudiera suceder a partir del jueves en las
carreteras del Distrito Federal o de su ciudad?
El bloqueo del 20 de noviembre fue una invitación para cualquier grupo con
ganas de hacerse notar, fue una advertencia, la cereza para el pastel de
vulnerabilidad que usted y yo vivimos.
A la próxima ya no serán las carreteras México–Cuernavaca sino todos los
accesos a México de manera simultánea. Se antoja tan fácil y tan impune.
Nuestras ciudades no están amuralladas, pero como si lo estuvieran.
Cualquiera viene y las bloquea. No importa si se pierden millones de
dólares. No importan las ambulancias. No importa nada.
Lo más triste es que este bloqueo lo hicieron campesinos desesperados por
haberlo perdido todo durante una sequía.
Es tan triste que suena a chantaje, a pobrecitos campesinos, a qué injusta
es la vida y a qué malo es el gobierno que no los mantiene.
Desde ahí comienzan los problemas. No puede ser que una maldita sequía
acabe con la vida de decenas de familias, no puede ser que esas familias,
por grandes o pequeñas que sean, no tengan acceso a algo parecido a un
seguro por sus cosechas ni puede ser que insistan en seguir sembrando en
términos obsoletos.
Mucho menos puede ser que cada vez que deje de llover el gobierno tenga la
obligación económica de sostener a los afectados.
Ahí alguien tiene que poner algo parecido al orden, a un orden donde los
primeros que tengan que aprender a crecer y a asumir sus riesgos y
compromisos sean los campesinos, no el gobierno.
¿Por qué no participa la iniciativa privada? ¿Por qué no le entran los
bancos que tanto se anuncian en la tele y que prometen ayudar a la gente
que menos puede ahorrar?
La problemática de los campesinos de Morelos es muy respetable, tan
respetable como la de los campesinos de Durango y Campeche, pero eso no
les da derecho de alterar la vida de otras personas que ni vela tienen en
su entierro, mucho menos de ponerse a cerrar carreteras.
Es como si los arquitectos de León, Guanajuato, le quitaran el suministro
de agua a los plantíos de Irapuato porque no están de acuerdo con las
nuevas disposiciones fiscales.
Y luego el gobierno tiene que negociar. ¿Negociar qué? ¿Que liberen las
carreteras? ¿Por qué lo tienen que negociar si son vías de comunicación
construidas con nuestros impuestos? ¿Por qué las tienen que negociar si
uno paga cada vez que utiliza las autopistas de cuota?
La sociedad civil ya no sabe quién queda peor, si las autoridades por
rebajarse a negociar algo que no debería negociarse o los políticos que
dicen, en nombre de los campesinos,
que están haciendo este tipo de bloqueos “con mucho respeto” para la
ciudadanía.
¿Respeto? Evidentemente nuestro concepto del respeto no es el mismo que el
de esos señores que ya aprendieron a jugar con el gobierno y con el resto
de la población.
No puede ser que uno de los museos más importantes del país sea
secuestrado por una agrupación que impide, con la construcción de un
campamento, que la gente entre y salga libremente.
Eso es terrorismo. Ahí hay insalubridad, tanques de gas y muchos otros
elementos que ponen en riesgo una parte del patrimonio cultural de la
nación.
No puede ser que en lugares como el Distrito Federal los ciudadanos tengan
que organizar su agenda del día dependiendo del número de marchas y de sus
rutas.
Mientras que en otras partes del mundo la gente enciende su televisor por
las mañanas para decidir qué ropa ponerse de acuerdo al pronóstico del
clima, en México tenemos que prender la tele para calcular por dónde
escapar de las marchas y a qué horas.
No puede ser que las agrupaciones que marchan y bloquean las calles y
avenidas, en lugar de disminuir, se multipliquen y sofistiquen sus
mecanismos de protesta.
Ya hemos visto basura, sangre, encuerados, machetes, encueradas, piñas,
vacas, mantas, fogatas, besos. Lo único que no hemos visto es la luz al
final del túnel.
La ciudad de México es inhabitable y como las marchas y plantones ya no
están funcionando ahí, espérese a ver que bloqueen las carreteras de
lugares donde sí tendrán que funcionar como Nuevo León, Chihuahua y
Jalisco.
¿Que qué culpa tienen los habitantes de una zona por las inquietudes de
los de otras? La misma que tienen la de los pobladores del Distrito
Federal.
Es como si la gente que vive en la capital tuviera, además de lidiar con
los problemas derivados de su complejidad, volumen, economía y geografía,
la obligación de cargar con las angustias del resto de México.
Lo que pasó el 20 de noviembre no es una puntada para el anecdotario del
año, es una demostración de que no sólo usted y yo nos hemos vuelto
vulnerables, es una demostración de que nuestras ciudades son más frágiles
de lo que parecen y de que cualquiera lo puede aprovechar. Tome nota.