Publicada en www.cnienlinea.com el
sabado 28 de Septiembre de 2002
Tengo una pistola y voy a
disparar
Por Ciro Gómez Leyva
El gobierno federal y la dirigencia de los petroleros se siguen apuntando a
la cabeza. No habrá huelga en Pemex, porque no la puede haber. ¿Pero a qué
costo se va a evitar?
Cuentan que en el verano del año pasado, tras firmar el contrato colectivo
de trabajo, el líder de los petroleros Carlos Romero Deschamps se acercó a
darle un abrazo al director de Pemex, Raúl Muñoz Leos. Sin preocuparse de
que más de una persona lo pudiera escuchar le dijo: “Ahora ya nada más me
debes mis millones”. “¡Cuáles millones!”, exclamó sorprendido y con una
sonrisa Muñoz Leos antes de que alguien le dijera al oído que era uso y
costumbre en la empresa forrar al líder petrolero cada firma de contrato.
“Pues eso se acabó”, dijo de buen grado Muñoz Leos, levantando las manos y
sin perder la sonrisa. Y todos sonrieron con él. Se dieron otro abrazo y
cada cual se fue a lo suyo. Terminaba así una práctica de medio siglo sin
que nadie reclamara ni se sintiera agraviado.
Juntos, Romero Deschamps y Muñoz Leos prepararon sin conflicto ninguno el
primer 18 de marzo foxista. Juntos, no sin tensiones, revisaron
procedimientos administrativos y operativos. Juntos, no sin asperezas,
emprendieron el proceso de adaptación de Pemex al nuevo siglo.
Ambos celebraban el saldo de 2 mil millones de dólares de ahorro de la
empresa en el ejercicio 2001, luego de transferir 20 mil millones de dólares
al gobierno federal. El líder comprendía que para seguir funcionando, para
seguir siendo el todopoderoso rey de los petroleros, necesitaba aceptar la
modificación de ciertas reglas. El exitoso empresario de Dupont, el
ingeniero de excelencia, comprendía que la viabilidad del negocio pasaba en
primerísimo lugar por el “arreglo” con un sindicato al que pertenecen 120
mil de los 138 mil empleados. Juntos proclamaron que el último año había
sido uno de los mejores en producción en la historia de Pemex. Se
diferenciaban, se presionaban, se respetaban, se entendían. Funcionaban.
Pero el arreglo de funcionamiento se desacopló en la segunda quincena de
julio. Cercana la firma del nuevo contrato colectivo, acordado en pacto de
caballeros un aumento de 5.5 por ciento a los salarios y mejoras en las
prestaciones, Carlos Romero Deschamps metió una nueva carta en la baraja.
Pidió que el gobierno federal extendiera una salvaguarda a él, su familia y
su patrimonio. El gobierno titubeó en un principio antes de decirle que no:
que el Pemexgate iba a fondo. Romero Deschamps y su séquito tomaron las
cosas con razonable calma y decidieron prorrogar el estallamiento de la
huelga del 1 de agosto al miércoles 2 de octubre.
Lo que ha ocurrido a partir de entonces es más o menos conocido. La
dirigencia sindical probó a lo que sabe la persecución y se encerró con una
pistola en la mano. El gobierno la rodeó a partir de dos certezas: que tiene
bien afinada la puntería para pegarle un tiro en la cabeza en cualquier
momento, y que le va a meter ese tiro en la cabeza porque así debe ser.
Pemex quedó como rehén, a dos fuegos. Lo mismo la mayoría de los
trabajadores petroleros: honestos, productivos, competentes. Y los grupos y
personajes que podrían hacer algo para evitar que se disparara el primer
tiro (Congreso, políticos, PRI, PAN, asesores) sólo parecen servir para
complicar de más algo que de por sí es de una complejidad gravísima.
¿Qué quiere la dirigencia del sindicato para no empezar a disparar? Después
de leer sus desplegados, de escuchar a sus voceros y a sus
publirrelacionistas, parece que tres cosas: una, que se retiren los cargos
que pudieran convertir la acusación de peculado simple en un delito más
grave; dos, no quedar al margen en un eventual relevo de liderazgos en el
sindicato; y tres, que no la humillen, como al quinismo a finales de los
ochentas.
¿Qué quiere el gobierno? Al parecer, y pese al rumor que habla de un bloque
de “duros” (Barrio, Creel, Macedo de la Concha, Derbez), no mucho más que
una salida en la que no quede la impresión de que ha pisoteado la ley, ni
mucho menos de que ha sido doblegado por una mafia. Más de un funcionario
piensa que la lección al sindicato está dada, que nunca más un Romero
Deschamps se atreverá a robarse tanto dinero para repartirlo entre sus
socios, aliados y amigos.
¿Qué quiere Pemex? Que se dé el arreglo ya, sin ganancias ni ventajas
adicionales, pues de lo contrario sólo los técnicos en las plataformas
marinas, y los especialistas en los pozos en explotación, y los ingenieros
de las refinerías, y los perforadores, y los que abren y cierran válvulas, y
los que llevan el registro diario de los mercados internacionales de crudo
saben lo que podría ocurrir. Uno de ellos lo resume así: “El primer día lo
aguantamos, tal vez el segundo, pero a partir del tercero retrocederíamos 10
años cada 24 horas; no sé quién quiera regresarnos a los yacimientos del Oil
Creek, al año 1850”.
No habrá huelga en Pemex. No la habrá porque no la puede haber. Porque el
gobierno no permitirá que pare un negocio de 80 millones de dólares al día.
O que un yacimiento se dañe en forma irreparable. O que la Comisión Federal
de Electricidad funcione al 50 por ciento. O que el dólar suba al cielo.
Quizá el sindicato decida que aún tiene tiempo para negociar y pida una
nueva prórroga. Pero si opta por jalar el gatillo, por dispararle a Pemex,
al país y a sí mismo, al gobierno no le quedará más que invocar alguna de
las figuras jurídicas que tengan que ver con el interés nacional.
Ningún petrolero podría parar pues estaría atentando contra el interés
nacional. El peso del Estado caería sobre los disidentes. Y para todos los
demás habría, de una forma u otra, una supresión de garantías laborales, que
también individuales. Tal vez la gente aplaudiría la firmeza del gobierno,
tal vez no. En las situaciones límite puede pasar cualquier cosa. Qué país
tendríamos, entonces, a partir de ese nuevo 2 de octubre.
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