Por un triste voto.
Por favor, no se deje llevar por un primer
impulso ni permita que le inflen la cabeza de conceptos medievales. Mucho
menos caiga en el juego de esas religiones que luego tienen que andarse
escondiendo porque a sus sacerdotes se les pasó la mano violando a menores
de edad. Las sociedades de convivencia son un concepto que se necesita.
Mucho más en un país como México. ¿Por qué? Porque según cifras del
Consejo Nacional de Población, sólo el 50 por ciento de los hogares
mexicanos está constituido por familias nucleares tradicionales. Con ellos,
aparentemente, no hay ningún problema legal. La ley los ampara en todos los
sentidos. ¿Pero cómo está conformado el otro 50 por ciento de los hogares
mexicanos? ¿Qué hace la ley por ellos? ¿Hace algo?
El siete por ciento son parejas sin hijos, el ocho por ciento muestra hogares donde sólo hay un padre o una madre, y el 1.3 por ciento vive en hogares con dos o más miembros no emparentados. Pero las cifras no terminan aquí. ¿Sabía usted que el 24.4 por ciento de los hogares mexicanos vive en hogares donde al núcleo tradicional se le suman otras líneas de parentesco? O sea, además del papá, la mamá y los hijitos, están la ahijada, el sobrino, la suegra, el hermano desempleado y el compadre. Esto no tiene nada de malo, ¿verdad? ¿Entonces por qué a los legisladores se les hace antinatural aprobar una ley que proteja a quienes viven en obvia convivencia nada más porque pudieran ser del mismo sexo?
De eso trata la iniciativa de ley de sociedades de convivencia, de proteger a quienes comparten un mismo techo porque en este país, nos guste o no, la mitad de los hogares vive fuera de la ley. No es un asunto exclusivo de las parejas homosexuales, es un asunto que nos involucra a todos los mexicanos. ¿O qué, usted no conoce a alguna familia donde una pobre huérfana haya sido criada en calidad de recogida porque murió la vecina o porque el primo se fue a trabajar a los Estados Unidos, la dejó encargada y se olvidó de ella? ¿Qué pasa con esa chamaca en términos legales? ¿Quién la ampara si sus protectores mueren? ¿Quién se encarga de ella si no es hija de “nadie”?
¿Qué ocurre con esas tres viudas de más de 70 años que se fueron a vivir juntas para cuidarse y compartir pensiones porque sólo así completaban para el gasto? ¿A dónde van a ir si no hay testamento y si no hay papeles que aclaren los términos de su convivencia?
¿Por qué si usted, que está soltero y sin hijos, y que ha vivido durante años con una hermana también soltera, pero muy madura, a la que adora, no la puede beneficiar de manera directa con su seguro social? ¿Por qué si usted muere, su hermana se va a quedar flotando en la nada y sin una pensión que le ayude a seguir medio comiendo por el resto de sus días?
Por eso es ridículo que la Unión Nacional de Padres de Familia haya anunciado, desde el 7 de abril, que le retiraría su voto al partido que apoyara la iniciativa de ley de sociedades de convivencia. ¿Puede haber una unión más sucia que aquella que desconoce los derechos individuales y que obliga a sus miembros a votar a favor o en contra de un mismo partido político? ¿Quién les dio a esos señores el poder sobre este país? ¿Quién se los dio si ya vimos que sólo el 50 por ciento de los hogares mexicanos vive en el núcleo tradicional? ¿Sabe usted de lo que se están perdiendo decenas de comunidades indígenas por culpa de esos padres de familia tan unidos y formales? ¿Sabe usted de los derechos que carecen nada más porque a unas cuantas personas se les hace escandaloso que dos hombres, dos mujeres o más, firmen su relación en un papel?
La tradicional familia mexicana no está en peligro, pero nunca ha estado dentro de la ley. Aquí no tenemos familias como las de “Los Simpson”, tenemos familias como la del Borras, como la de “La familia Burrón” o como la de Los tres García. Está la tía abuela, el abuelo, la prima, el vecino, la criada, la ahijada y ya, al final, el papá, la mamá, los hijos legítimos, los hijos ilegítimos, el perro, el gato y el perico. Si en estos casos, por falta de recursos legales adecuados, las familias se desintegran cuando muere la abuela, imagínese usted en los de parejas del mismo sexo.
Todos conocemos historias de terror sobre uniones homosexuales que terminaron mal a falta de recursos legales como la de Víctor, un ejecutivo triunfador, que vivía con su novio Carlos. Víctor y Carlos tenían una relación tan buena como la de cualquier matrimonio heterosexual. Víctor murió en un accidente automovilístico, nada que ver con enfermedades de transmisión sexual, escenas promiscuas o de pecado extremo. Murió como mueren muchos hombres. ¿Y qué pasó con Carlos? Se quedó en la calle. La madre de Víctor ni siquiera lo dejó estar en el velorio, mucho menos enterrarlo o conservar alguna pertenencia. Carlos nunca tuvo ni el más mínimo derecho sobre su compañero. Para cualquier cosa, incluso para las emergencias hospitalarias, él no era nadie. Nadie. Carlos no podía visitar a su pareja en el hospital porque no estaba catalogado como familiar, mucho menos escoger la tumba. Legalmente sólo era un amigo y como amigo se quedó. Traslade esta historia a un contexto obrero: dos albañiles, dos pescadores, dos jornaleros disfrazados de compadres. Traslade esta historia a un contexto indígena, a uno que le duela.
A lo mejor usted no aprueba cierto tipo de manifestaciones de la diversidad humana. Perfecto. No tiene por qué salir a la calle pintado de drag queen ni ponerse medias con tacones, pero ¿Se vale que estas cosas sucedan a falta de una ley de sociedades de convivencia?
Y la historia de Carlos y Víctor es light en comparación con otras donde entran ingredientes como las enfermedades, la vejez, los hijos, las nacionalidades y la diferencia de edades.
La ley de sociedades de convivencia no es un capricho, es una necesidad. Qué pena que por un voto, por un triste voto, la hayan mandado al congelador.
“Gracias”, señores legisladores. “Muchas gracias”.
Y ya saben, este es solamente mi muy personal punto de vista. |