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La calle-Luis González de Alba
¿Por qué gente común tortura?
Publicada el 17 de enero de 2005
Los soldados
que torturaron prisioneros de guerra irakíes en la prisión de Abu Ghraib y
la gente que prendió fuego a dos hombres en Tláhuac, tienen algo en común:
son personas ordinarias y comunes de las que no era imaginable un acto de
tal sevicia. Las fotografías en Irak fueron tomadas con la entera simpleza
de la diversión ociosa, los videos de Tláhuac fueron tomados por los medios
con plena aceptación de la turba linchadora. Torturando en un caso,
asesinando de manera espeluznante en el otro, no creían estar haciendo algo
que mereciera ocultarse y posaron para las cámaras.
“Algunos observadores de inmediato culparon a las pocas manzanas malas”,
dicen Susan Fiske, Lasana Harris y Amy Cuddy en “Why Ordinary People Torture
Enemy Prisoners”, en Science del 26 de noviembre de 2004, pero muchos
psicólogos sociales saben que no es así de “simple”. Abu Ghraib y Tláhuac no
resultan del mal individual extraordinario, sino de procesos sociales
ordinarios que hace cien años estudia la psicología de masas. El
linchamiento nos muestra a gente normal poniendo en práctica su visión de lo
que creen que es el deseo de la comunidad, afirman las autoras, y recuerdan
que “la gente prefiere su propio grupo y atribuye la mala conducta a
extraños”, que “la gente cree que los demás deben comportarse como ella,
fenómeno llamado falso consenso.”
Los estudios más terribles al respecto fueron hechos por Stanley Milgram y
publicados en 1974 bajo el título Obedience to Authority. Allí encontramos
personas comunes que creen ser ayudantes de un investigador. No saben que
los sujetos experimentales son ellos. El “alumno” voluntario (éste sí,
cómplice del investigador) era atado con correas a un asiento y se le fijaba
un electrodo al brazo. El experimentador pedía a los “profesores” que
leyeran parejas de palabras al “alumno”, verificaran que éste las repitiera
correctamente y administraran choques eléctricos a los aprendices para
castigar sus errores. El “profesor” disponía de botones etiquetados de 15 en
15, de los 15 a los 450 voltios. Un aviso advertía “Peligro: descarga
potente” en los 375 voltios y “XXX” en los 435.
Milgram supuso que la proximidad de la víctima (el “alumno”) influiría en la
obediencia. Así pues, elaboró cuatro condiciones. En dos la víctima se
encontraba en la misma habitación. En otras dos, en la habitación contigua.
De éstas, en una se oía su voz suplicando que la liberaran y sus gritos de
dolor al recibir las descargas; a los 315 voltios dejaba de reaccionar (lo
que ocurre cuando la víctima se desmaya o muere). En otra condición sólo
golpeaba el muro divisorio y también a los 315 voltios dejaba de reaccionar.
De las condiciones de proximidad (misma habitación), en la peor la víctima
trataba de evitar el castigo y debía ser obligada por el “profesor” a poner
la mano sobre la placa de metal para recibir la descarga. Bajo esas
condiciones, los “profesores” llegaron a administrar descargas eléctricas
que estaban claramente en el rango letal de los 450 voltios en el 65, 63, 40
y 30 por ciento de los casos en que recibían la orden.
Más claro: un 30 por ciento de los “profesores” obligaron físicamente a su
víctima a poner la mano sobre el metal para administrarles una descarga
señalada en el tablero como mortal. Un 65 por ciento lo hizo si no veía ni
oía a la víctima.
La presión del grupo
En otro experimento, Milgram dispuso dos cómplices que, a la mitad de la
sesión de electrochoques se “rebelaban” contra las órdenes del
experimentador. En ese caso, sólo 10 por ciento de los ingenuos continuaron
obedientes, a pesar de la rebelión de sus pares. El siguiente experimento es
todavía más revelador de la naturaleza humana: si el sujeto ingenuo
realizaba una tarea secundaria mientras otro, un cómplice del
experimentador, aumentaba las descargas, 93 por ciento de los sujetos
ayudaron al cómplice a llegar al fin de la experiencia y administrar 450
voltios. O sea, no sentimos que “tanto mata el que mata la vaca como el que
le amarra la pata”. No, si sólo nos piden “amarrarle la pata”, 93 por ciento
de nosotros lo hacemos...
Pago por castigar
¿Cuánto pagaría usted por administrar un buen castigo a quien lo merezca?
Podemos pensar en los jefes policiacos que dejaron linchar a tres
investigadores y quemar vivos a dos, en la delegada que salió huyendo para
“ir a levantar un acta”, en fin, cada quien tiene sus candidatos. El hecho
es que investigadores de la Universidad de Zurich, Suiza, publicaron en
Science “Las bases neurales del castigo altruista”: un estudio en vivo que
muestra con tomografía las regiones cerebrales que se activan cuando podemos
castigar las violaciones a normas sociales.
Dicen los autores, encabezados por Dominique J. F. de Quervain, que mucha
gente acepta voluntariamente pagar costos por castigar violaciones a normas
sociales. Modelos evolutivos y evidencia empírica indica que ese castigo
altruista ha sido una fuerza decisiva en la evolución de la cooperación
humana. Usamos tomografía por emisión de positrones para examinar las bases
neurales del castigo altruista contra los desertores en un ejercicio de
intercambio económico. Los sujetos podían castigar la deserción ya fuera
simbólica o efectivamente. El castigo simbólico no reducía la utilidad
económica del desertor, mientras que el castigo efectivo sí lo reducía.
Escaneamos los cerebros de los sujetos mientras sabían acerca del abuso de
confianza cometido y determinaban el castigo. El castigo real, comparado con
el simbólico, activó el striatum dorsal, el cual está implicado en el
procesamiento de premios que se incrementan como resultado de acciones
dirigidas a una meta. Más aún, los sujetos con más fuertes activaciones en
el striatum dorsal estaban dispuestos a pagar mayores costos con tal de
castigar. Nuestros hallazgos apoyan la hipótesis de que la gente deriva
satisfacción de castigar violaciones a la norma y que la activación del
striatum dorsal refleja la satisfacción anticipada de castigar a quienes
traicionan una norma (Science, 27 de agosto 2004, p. 1254).
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