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La calle-Luis González de Alba
Todos pusimos un granito
Publicada el 28 de
junio de 2004
La inseguridad es
obra de la impunidad en que permanecen 98 de cada 100 delitos. Es
sorprendente que los índices delictivos no sean mayores cuando, a la luz de
los números, secuestrar y asesinar es más seguro que emplear el transporte
público.
¿Y la impunidad? La impunidad es obra de la alianza entre policía y hampa.
El último ejemplo lo tenemos en que el jefe de los cuatro secuestradores
detenidos la semana pasada en el DF traía escolta de la Secretaría de
Seguridad Pública, según confirma nadie menos que el secretario de Seguridad
capitalino, Marcelo Ebrard.
Y no cualquier escolta, sino al comandante Luis Morales Villanueva,
condecorado con la medalla al Valor Policiaco por el jefe de gobierno, el
mismísimo López Obrador. Así pues, el jefe de una banda de secuestradores,
que lleva el merecido apodo de El Diputado y se llama César Gómez, tenía a
su servicio, “comisionado”, a un policía digno de recibir medallas al
mérito.
Veamos las partes de esta novela negra: el procurador general de la
República, Rafael Macedo de la Concha, anunció la captura de una banda de
secuestradores integrada por cuatro de los “policías de élite” adscritos a
la Secretaría de Seguridad Pública del DF, la encabezada por Marcelo Ebrard;
entre los secuestradores se detuvo también a un agente antisecuestros de la
Policía Judicial capitalina. La banda era conocida como Los Cobras y la
dirigía César Gómez, El Diputado, quien se ostentaba como periodista y
director de asesores de la Cámara de Diputados, informa la PGR.
Luego de reconocer que un hampón recibía protección del policía emérito y
condecorado, no sabemos que Marcelo Ebrard piense presentar su renuncia. “¿Y
yo por qué?”, se dijo quizá en la intimidad.
¿Cómo llegamos en México a esta confusión de límites entre la policía y el
hampa? Fue un trabajo lento, pero seguro. Durante todo el siglo 19, los
mexicanos se hicieron justicia por propia mano. Los “corridos” nos cuentan
cómo era el ajuste de cuentas por muertos, robos y desamores. La policía
tampoco se andaba con muchos pelillos e instituyó una justicia expedita
llamada “ley fuga”: “Pos con la novedad, mi comandante, de que el prisionero
se quiso huir y lo paramos a balazos.”
Concluida la Revolución, se privilegió la paz sin fijarse en minucias: el
cacique regional se hizo diputado y sus pistoleros recibieron placas de
policías. Tuvimos así dos tipos de justicia: la inmediata, dictada por el
tribunal de la conciencia en el rincón de una cantina, y que todavía vemos
en el viejo cine mexicano, y la lenta y arcaica, siempre detenida en
escribir miles y miles de “fojas” para resolver una simple diferencia entre
vecinos.
Cuando la modernidad quiso imponer ideas exóticas, como la honestidad
policiaca, los excesos comenzaron a castigarse con despido simple, quizá
porque nadie se sentía libre de culpa. Así fue como los policías más
corruptos y violentos se vieron sin empleo y con entrenamiento para encarar
cualquier muestra de insumisión ciudadana. No cualquiera tiene el valor para
asaltar a mano armada, pero quien ha sido policía ya tiene andado parte del
camino. Los vientos depuradores, casi siempre sexenales, no llenaban las
cárceles, sino las calles. Y del desempleo, los policías despedidos pronto
eran reciclados a siempre nuevos intentos de darnos profesionales de la
justicia. No fue mérito exclusivo del PRI: también lo hizo el PRD al ganar
Cárdenas la capital.
Si queremos un nombre elegante tomado de las ciencias sociales, podemos
llamar “ósmosis social” a ese trajín del hampa a la policía, de la policía
al desempleo por excesos demasiado vistosos, del desempleo al hampa de
sobrevivencia y de ésta a la más nueva y recién conformada policía de élite.
Y vuelta a empezar.
A ese reciclaje de la criminalidad, añadamos la escuela primaria, la
historia de gloriosas revoluciones, el muralismo de Hidalgo con una tea
incendiaria, de puños y mandíbulas férreas, Zapata heroico por levantarse en
armas contra el recién elegido presidente Madero, Villa heroico aunque
matara un montón de pinches viejas por gritonas. Y luego nosotros, la
izquierda, los sesentayocheros: el pueblo, la asamblea, la lucha, la visión
de los vencidos, las venas abiertas de América Latina, el imperialismo
causante de todas nuestras desgracias, el pueblo siempre razonable, siempre
inteligente, siempre lúcido... hasta que nos asalta.
De ese mazacote surge hoy nuestro miedo. Nos lo merecemos porque aceptamos
que hubo secuestros buenos, como el de burgueses para financiar la Liga 23
de Septiembre. Y ahora tenemos secuestros malos. Pero no todos: cuando en
Chiapas los secuestradores son del EZLN, volvemos a dudar: quizá tienen
razón... son indios pobres... ah, esos 500 años que llevan esperando. Una
banda secuestra durante un año la Universidad Nacional y un ex dirigente
estudiantil afirma que a los secuestradores “no los ayudamos, pero los
llevamos en el corazón.” Hubo asaltos bancarios buenos y balaceras buenas,
tanto que todavía son motivo de admiración y disculpa. El jefe de Gobierno
del DF despide a una treintena de empleados, quizá holgazanes como tanto
burócrata, pero le ganan el pleito legal por la reinstalación y la máxima
autoridad responde que no cumple: “Y háganle como quieran” es su frase
predilecta. El jefe de gobierno tiene secuestrada la ley: no existe sino
aquella que le parece bien atender.
El monstruo no salió de la nada: lo hicimos poquito a poco. Y le seguimos
poniendo remiendos: todos los días justificamos actos que son parte de “la
lucha”. Exigimos acciones contra la delincuencia, pero nadie acepta que se
defina al delincuente por la letra objetiva de la ley.
Al
constituir la Fiscalía Especial para Movimientos Políticos y Sociales del
Pasado, que debería investigar a servidores públicos
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