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La calle-Luis González de Alba
Cómo llegamos a eso
Publicada el 29 de
noviembre de 2004
Todos hemos dicho alguna
vez la misma falacia, agradable a todos los auditorios, complaciente con
quien sea, muletilla de todos los discursos: “el pueblo siempre tiene la
razón”, “el pueblo no se equivoca”, “el pueblo es sabio”. Falso. Demagógico
desde Lope de Vega y su canto al linchamiento colectivo del comendador hasta
el secretario general de Gobierno del DF, Alejandro Encinas, quien dijo a la
TV que moler a golpes a tres policías y quemar vivos a dos, eran “usos y
costumbres”. Así, con todas sus letras. Antes lo había dicho su patrón,
López Obrador, cuando la Comisión de Derechos Humanos del DF le pidió actuar
contra otros linchamientos: “Con el México profundo y los usos y costumbres
populares, con las tradiciones y las creencias del pueblo más vale no
meterse”. Así pues, van nuestras autoridades propalando que, en el siglo XXI,
los usos y costumbres de México incluyen el asesinato por chusma sanguinaria
y la ejecución por hoguera y sin juicio.
A eso hemos llegado. Encinas viene del Partido Comunista, no del PRI como
López, y era un joven que corría el riesgo de ir a visitar a sus camaradas a
la cárcel de Lecumberri. Brillante no era, pero tampoco parecía un imbécil,
como ahora. Allí lo conocí. Una buena persona. Eran los tiempos en que
inventábamos cifras alegremente y producíamos relatos parecidos al de los
niños secuestrados en Tláhuac, niños cuyos nombres nadie sabe, cuyos padres
no los han reportado perdidos, cuya familia no ha presentado queja alguna:
mitos con los que hemos jugado irresponsablemente, como el chupacabras, el
Innombrable, Salinas. Así, de igual manera, en el Campo Militar No. 1 habían
fusilado una cantidad desconocida de arrestados en Tlatelolco... pero todos
los dirigentes enviados a esa prisión militar llegamos vivos a Lecumberri;
los helicópteros habían levantado de la Plaza su fúnebre carga para
arrojarla al mar... y no podíamos dar un solo nombre; había cadáveres, por
supuesto, y eran más de la treintena; pero los muertos tenían que ser
centenares, miles. Ésa era una certeza sólida como un monumento contra el
que no podía atentarse.
La justicia está por encima de la ley, nos sermonea López Obrador cada que
pierde un juicio legal; pero cada persona tiene su propia definición de
justicia: quemar a dos hombres está bien para muchos entrevistados del día
después en Tláhuac, Distrito Federal, es justo. Los detenidos se acusaron
entre sí y de manera cruzada confirmaron su participación, pero hay quienes
alegan la inocencia de los presos.
Ya nadie estuvo allí y todo lo hicieron “gentes de fuera”. El jefe de
gobierno del Distrito Federal pide tratar el asunto con justicia, “no
politizarlo”; esto significa, en español llano y simple, no mencionarlo a él
ni señalar sus múltiples convocatorias a la violencia, desde sus tomas de
pozos petroleros, sus cierres de carreteras, sus marchas de Tabasco al
Zócalo de la Ciudad de México (al amparo de Manuel Camacho y Marcelo Ebrard,
entonces priistas al frente del DF), su negativa a defender la Cámara de
Diputados asaltada por incendiarios a caballo, su complacencia ante las
manifestaciones con armas en alto, su negativa a obedecer órdenes que no
emanen “del pueblo” (sea eso lo que sea y sin que sepamos cómo y dónde
habla) cuando no le gusta el dictamen de un juez. En el mismo sentido va la
negativa del procurador Bátiz a atender “abogados güeritos” y, en cambio,
perder con enorme gusto casos a propósito mal armados contra corruptos
morenitos del PRD, que tienen acceso, no tan misteriosamente, a expedientes
confidenciales de la Procuraduría capitalina y los hacen públicos sin
padecer las consecuencias señaladas por la ley. No es sólo el jefe de
gobierno y su equipo. Los mexicanos hemos hecho apología de la violencia de
mil maneras, desde la estúpida letra del Himno Nacional, patriotera,
belicosa, ramplona, incomprensible porque ya nadie sabe qué sea un “bridón”
y si algo no tenemos son cañones, hasta la Historia de México como cine de
charros. De la Independencia destacamos las turbas de Hidalgo, destinadas al
fracaso pero prestas al linchamiento y al incendio; las ejecuciones sin
juicio de civiles desarmados porque, respondió “el Padre de la Patria”, no
eran necesarios tales juicios “pues yo sabía que eran inocentes”. Luego de
una larga dictadura, México realiza elecciones libres y gana abrumadoramente
Madero. Antes de un mes tiene un levantamiento armado porque “no ha
cumplido” y el golpista no está hundido en el oprobio, sino elevado a la
gloria histórica: Emiliano Zapata.
Negamos las evidencias más claras: que la independencia se firmó en 1821 con
una negociación conciliadora de las partes y sin disparar una bala; que la
Revolución de 1910 creó más pobres y nos hizo uno de los países con más
injusto reparto de la riqueza, aun dentro de la injusta América Latina; que
desde niños se nos enseña a admirar el desprecio por la ley: un político
pobre es un pobre político, la frase de Hank González resume ese desprecio;
los desplantes de López cuando un juez le dicta fallo en contra son
expresión del mismo defecto nacional.
Que fueron los narcos investigados quienes azuzaron a la turba (y quizá
plantaron en las mujeres el rumor de los niños robados) tiene fuertes
evidencias. Y que la policía capitalina no actuó por sus posibles ligas con
el narco, cuando hasta la delegada cae bajo sospecha, tampoco es remoto.
Pero nada habría ocurrido si las autoridades no hubieran dejado en completa
impunidad todos los linchamientos multiplicados desde la asunción de López
al poder. Es la certeza de la impunidad lo que llevó a la turba sanguinaria
a ni siquiera cuidarse de no aparecer en cámaras.
Pero ésos apenas son detalles. Pensando mal, el narco ha penetrado población
y fuerzas de seguridad. Pensando bien, el fondo lo da el “trauma de
Tlatelolco”: el recuerdo de aquella tarde lleva a que ninguna autoridad se
decida a emplear fuerza alguna, ni siquiera la indispensable, por el terror
a quedar incluida entre los malvados. La ironía será que, como Edipo
queriendo escapar del oráculo, por omisión reciban la condena que buscaban
evitar.
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