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La calle-Luis González de Alba
Revolución y pobreza
Publicada el 22 de
noviembre de 2004
La
Revolución Mexicana no trajo un mejor reparto de la riqueza: México es un
país con mayores desigualdades sociales que Chile, Argentina, Uruguay o
Costa Rica, donde no hubo revolución y la pobreza no alcanza los niveles de
miseria degradante que vemos aquí; no trajo mayor democracia, porque luego
de matarse los cabecillas todos contra todos, destruir la economía del país
y cancelar toda inversión durante diez años, tuvimos por setenta años un
régimen de partido que imponía su voluntad con mayorías aplastantes, sordas
a toda argumentación, prestas a levantar el dedo a la voz de mando; no
tuvimos siquiera la primera reivindicación de los alzados: Sufragio
Efectivo, votación respetada, pues no hubo un sistema electoral confiable y
respeto al voto sino hasta mediados de la década pasada, ya para terminar el
siglo que había empezado con las primeras inquietudes revolucionarias; no
hubo reelección abierta, pero la hubo disimulada porque los presidentes eran
electores del sucesor. ¿Qué festejamos, pues, el 20 de Noviembre? Nada. Es
una costumbre y un horrible desfile de burócratas gordos obligados a
vestirse con ropa deportiva. Se entiende sólo bajo la caricatura de historia
creada por el priismo para darse la estafeta de Hidalgo, Juárez y Madero en
saltos de 50 en 50 años. Una Historia de buenos y de malos donde el PRI
representaba la herencia de los buenos. El festejo no tiene explicación
alguna bajo regímenes no priistas, y ni siquiera bajo el PRI convertido en
un partido político más.
Peor aún: de la Revolución nos viene la falta de certeza en la propiedad,
sea de la tierra o de las inversiones, y de esa volatilidad, del temor
constante al edicto autoritario que despoja a unos para entregar a otros,
viene nuestra pobreza endémica; de la Revolución sacamos la idea de que el
gas está mejor bajo tierra, pero a cargo de “la Nación”, que extraído por
particulares que crearían empleos; las ocupaciones de tierras, la entrada a
caballo a la Cámara de Diputados para incendiar puertas, los machetes contra
la construcción de un aeropuerto en tierras estériles y salitrosas (que así
siguen y así seguirán), la convicción de que los buenos no están obligados
por leyes ni por reglamentos de partido porque son la voz del pueblo: toda
esa herencia revolucionaria nos hace dar vueltas a la noria de la pobreza.
En la izquierda rechazamos la Revolución de 1910 como a un falso profeta
porque esperábamos la verdadera Revolución, como se espera al Mesías: un
momento en que la Historia, con mayúscula, alcanza su clímax y cesan las
tensiones: el Reino de Dios en su expresión laica. De ahí la inmediata
simpatía por toda violencia contra la autoridad: el alzamiento armado, las
bombas, el terrorismo, las balas. Nuestra formación nos dice que son los
pobres reclamando sus derechos. No es así. No lo fue en la Revolución de
1910, conducida por el gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, y el
profesor y mediano terrateniente Obregón. Las masas, puestas por Villa y
Zapata, volvieron a su pobreza cuando no supieron pescar en río revuelto ni
trepar al amparo de la bola. Luego sirvieron para murales, cine y novelas.
Terrorismo
Hoy el terrorismo representa la misma tentación para cierta gente
autodefinida “de izquierda”. Es el rostro de la Revolución en este siglo. De
nuevo, se ve en el terrorismo, como en las revoluciones, una causa de los
pobres. Pero la pobreza no es la causa del terrorismo islámico, tampoco la
ignorancia. En varios análisis se observa que se trata mayoritariamente de
hombres, jóvenes, clase media o alta, con educación superior, que
“frecuentemente poseen grados en ciencia o ingeniería”, afirma Ibn Warraq
autor de un famoso y condenado libro: Por qué no soy musulmán. En su
artículo de Free Inquiry abril/mayo de 2004 cita al ayatolá Jomeini: “No
creamos una revolución para rebajar el precio de los melones”. A
continuación, un extracto de los planteamientos de Warraq.
No es la existencia de Israel la causa del terrorismo islámico. Lo precisó
un clérigo egipcio, Wagdi Ghuniem: “Supongamos que los judíos dijeran:
Palestina es suya, tómenla. ¿Qué responderíamos? ¡No! El problema es de
creencia, no de tierra”. Lo aclara Irfan Jawaya en el mismo número: “Un
musulmán creyente rechaza al no creyente como tal”. Tampoco es la causa la
política exterior de Estados Unidos, sigue Warraq. “Si algo ha hecho la
política de EU hacia el mundo árabe y musulmán antes de 2003 ha sido
acomodarse a los intereses musulmanes: sus armas protegieron a los afganos
de los soviéticos, a Arabia Saudí y Kuwait de Irak, a Bosnia y Kósovo de
Yugoslavia. Y ¿qué tuvo que ver la política de EU con la muerte de 150,000
argelinos a manos de fanáticos del islam? Son 15,000 muertos por año durante
una década, una atrocidad de las Torres Gemelas cada dos meses y medio
durante diez años, sin lazo alguno concebible con la conducta estadunidense”.
Nos recuerda que las principales víctimas del fundamentalismo islámico son
los propios musulmanes: hombres, mujeres, niños, escritores, periodistas,
intelectuales. “Por desgracia, los liberales y humanistas occidentales
encuentran esto difícil de aceptar. Son patológicamente nice: creen que
todos piensan como ellos.” Suponen que la humanidad tiene los mismos deseos
y metas. Pero la meta del fundamentalismo islámico es reemplazar la
democracia liberal de Occidente por una teocracia islámica en la que cada
acto de cada individuo esté regulado por el Corán, libro con respuestas para
todas y cada una de las tareas cotidianas: cómo lavarse esto y aquello, cómo
y cuándo realizar cada acto habitual.
¿No fue ese control de la vida cotidiana lo que buscó en algún momento el
poder soviético? ¿No fue eso la Revolución Cultural china? Si Dios los hace
y ellos se juntan: quienes todavía no ven la tiranía castrista, celebran el
terrorismo aunque lamenten algunos de sus naturales excesos.
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