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La calle-Luis González de Alba
El Padrino IV
Publicada el 18 de
octubre de 2004
Isla de Poros, Grecia.- Y de
pronto, en internet, la noticia, el notición: ¡cogieron a Ponce! A Ponce, el
capo de capos, el secretario de Finanzas de López Obrador, el dueño de los
secretos: por qué López Obrador se opone tan ferozmente a informar sus
costos, gastos y compras; por qué hizo del consejo de transparencia una
sucursal de sus peleles; cómo logró construir obras que no estaban
presupuestadas; qué maniobras han estado ocurriendo en estos ya tres años en
el Gobierno del DF.
“Tememos por la vida de Ponce”, dijo la Procu del Distrito Federal cuando se
les “escapó”. Y claro que temían: ellos eran los principales interesados en
callarlo. Mejor si era para siempre. El secretario de Finanzas viaja más de
una ocasión por mes a Las Vegas, ¿y su jefe no se entera? Se compra un
Porsche de 120 mil dólares, con un salario de 60 mil pesos al mes, ¿y su
jefe no se entera? Ponce no era adicto al juego: iba a Las Vegas por algo
más que su afición. ¿Qué era? Lo dice su abogado: El entonces secretario de
Finanzas de López Obrador “realizó ingeniería financiera que daña intereses
políticos y económicos (…) Vio corrupción en el gobierno al que servía (y,
desolado, se hundía en el rincón de una cantina, una del superlujoso hotel
Bellagio de Las Vegas, donde ya tenía trato de cliente frecuente).
Por teléfono, Ponce había informado al secretario de Gobierno, Alejandro
Encinas, a pocos días de desaparecido, que por órdenes de López Obrador
había realizado movimientos financieros ilegales. No es posible poner en
duda un hecho: Ponce ha dicho que tiene miedo de caer en manos del gobierno
de López. Ese miedo es pánico.
Pero no estamos viendo sino el final de una telenovela que comenzó con el
terremoto de 1985. Los Martí Batres, los Bejaranos y las Padiernas se
repiten, una y otra vez. Comenzaron transformando en clientela una
desgracia, la de quienes perdieron su vivienda. Fueron demandados por
centenares de familias, pero la lentitud de la justicia mexicana, la
corrupción y el tráfico de influencias los han mantenido sin daño alguno.
Gritaron “al ladrón” contra todo tipo de autoridades y así obtuvieron desde
alimentos hasta casas, que repartieron entre sus fieles. Un grupo de
demandantes todavía espera que le regresen los enganches de casas que nunca
recibieron. Luego la banda vendió leche con excremento —según dictamen de la
Secretaría de Salud—, barata porque era para pobres. Cuando los hampones
fueron sorprendidos, gritaron una vez más “al ladrón”, confiados en que éste
es un país de estúpidos a quienes se compra con una limosna, la promesa de
un terrenito en una loma pelona, un puesto callejero en zona prohibida. Y
así señalaron al empresario, socio y contratista que les maquilaba la leche.
El pobre tipo se hundió. La fabriquita fue clausurada. La banda sigue tan
campante en altos puestos que les dan acceso a nuevas fechorías, a nueva
clientela.
Cuando se alzaron con el Gobierno del Distrito Federal, cortaron de un tajo
la cabeza de los ambulantes opositores y repartieron calles y banquetas a
los suyos. De esas prácticas ultrapriistas salen hoy día las turbas
necesarias para los mítines del patrón, López Obrador. De allí sale el
cáncer que correo al PRD.
Ahora repiten la táctica: descubiertos por grabaciones que los muestran en
pleno complot, planeando y dirigiendo el asalto a la Cámara de Diputados,
gritaron “al ladrón”, otra vez, otra más. Y hablan de acusar penalmente a
quien realizó el espionaje telefónico. Quizá no haya existido sobre la faz
de la Tierra un caso de cinismo similar.
Pero también es difícil encontrar una respuesta más blandengue: el
secretario Creel niega la autoría de Gobernación sin señalar que, parte
ineludible de sus obligaciones legales, es vigilar delincuentes que puedan
afectar los poderes de la Unión. Y la toma de uno de los componentes del
Poder Legislativo entra de lleno en el mandato constitucional que obliga a
Creel a investigar. Si alguien, como López, quiere llamar a eso “espionaje”,
muy su humor de hacerlo. El jefe de gobierno y su prensa cómplice
justificaron el asalto a la Cámara por diputadas del PRD. ¿Tampoco eso lo
investigará el secretario de quien depende la política interior?
Perdidos en dimes y diretes, México se nos ha ido de las manos. Para
comprobarlo basta con adquirir un cuaderno en una bien surtida papelería de
la calle Ermú, la calle de Hermes (o Mercurio) en pleno y agitado centro de
Atenas. Nadie atiende la clientela ni parece vigilar los exhibidores
abarrotados de llaveros, imanes, tarjetas, papel y sobres en todos los
colores y diversos tonos de cada color. Luego de revisar una docena de
libretas, entre ellas algunas muy caras, una de tipo escolar parece bastar
para estas notas. Pero el “tamío”, la caja, no está a la salida. Detrás de
estantes con bolígrafos por puños, tarjetas para toda ocasión, mochilas,
bolsos y chucherías, nato!, como dicen los griegos, allí está la caja. Al
mero fondo.
Una clienta, adelante de mí, lleva sólo tres tarjetas. Cuando la cajera
intenta ponerlas en una bolsa con el logo del negocio, la joven dice que
prefiere meterlas en alguna de otras bolsas, y las echa en la de Hondos, los
maquillajes y afeites de la otra acera. No me atrevo a rechazar la bolsa
porque soy mexicano y no podría cruzar la puerta sin la cajera a un lado
para dar fe de mi pago.
Luego, en el cibercafé del Everest, saco una Coca del refrigerador y debo
llamar a la cajera, de espaldas, para lograr el cobro. Asi ocurre
dondequiera: pagar una tarjeta en Poros es ir con ella al interior de la
tienda. Los taxistas ponen a funcionar el taxímetro, así sea en el
aeropuerto, en el muelle, en la ciudad grande y en el pueblo de cinco mil
habitantes que es Poros. ¿No éramos así? ¿No era así México? ¿Qué hizo
nuestra generación? ¿Qué no hicimos?
Clave: Hay obras en la calle que baja del hotel al pueblo y un torpe
encargado de mojar la tierra, salpica el taxi, al taxista y al cliente. El
taxista, furioso, se detiene, abre la portezuela y grita: ¡Pendejo!, ¡pendejo!
¿No ves que estás hacienda pendejadas? El otro es joven, el taxista un
hombre mayor. Parece que va a bajarse. Pero cierra las portezuela y luego de
pendejear otra vez al joven, concluye: verás, ahora mismo voy a presentar mi
queja al municipio. Ese hecho, natural, cotidiano, se llama civilización.
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