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La calle-Luis González de Alba
Celos
Publicada el 11 de
octubre de 2004
Atenas.
Celos. Fueron celos, horribles y torturantes celos. Pero ya salió huyendo la
turba enceguecida: los payasos queriendo hacer gracejadas en las calles de
Atenas a griegos apresurados que no entendían el idioma ni la intención;
tediosos comentaristas que repetían sin cesar la cantaleta única: que el
griego tiene otras letras; oh, pues sí, miren ustedes nomás, y resulta que
las primeras son alfa y beta (vita, en griego moderno) de donde tenemos en
español la palabra “alfa-beto”, pero nunca llegaron a tan profundo hallazgo;
oh, y tuvimos la inefable tontería de aquella pobre mujer que, enviada a
Atenas con todo pagado por para siempre ignotas razones, informó a su
público que Grecia había estado siglos enteros “bajo el imperio otomí”; y es
que de seguro “otomano” le sonó a errata en el texto del telepronter, y
“totonaca” no se le dio. “Turco” no la habría metido en dificultades y es
(casi) lo mismo.
Se fueron con sus ridículos sombreros de caricatura a cuestas, sus gritos de
autoafirmación, su urgencia de tener nombre y país. Se fueron como llegaron,
sin ver ni saber ni entender nada. Y la encontré sola, extendida entre el
mar y la montaña: Atenas la mía, con sus turistas de siempre fotografiando
de prisa el cambio de guardia en Síndagma, que no escribo Syndagma por la
misma razón que no escribo fysika, la plaza de la Constitución, donde hay
ahora una estación de Metro que no había, de una línea que no había, en dos
direcciones que no había. Y desaparecieron los mingitorios públicos (esquina
superior derecha de quien mira al Parlamento) que sí había, con su hilera de
hombres retrasándose horas para mear.
Y ya no están ni los mingitorios ni, quizá, los hombres. Unos porque
envejecieron (la mayoía no era muy joven y llevaba sacos oscuros de color
indefinible y casimir corriente), otros porque el viento frío que recorre el
mundo desde 1982 se los llevó; la mayor parte debido a que prefirió el
jardín, el kipos, allí a la vuelta.
Omonia, la Concordia, la otra plaza del par que hacen el centro de Atenas,
también cambió: mejor dicho, ha cambiado varias veces: llegaron de Albania
comunista multitudes igualitariamente desarrapadas que llenaron la plaza y
los cines porno cercanos: el Star, alto de dos pisos, el Omonia subterráneo,
en busca de dinero y placer. Más placer, porque los hombres somos diferentes
a las mujeres y eso es un placer antes que un oficio (me tardé años en
comprenderlo y me costó cartas borrascosas, pero ya me queda claro).
Desaparecieron un día los albaneses, echados por los griegos tras de sus
fronteras miserables (pero comunistas). Llegaron los kurdos. Hoy Omonia dejó
de ser plaza, glorieta enorme, y quedó enlazada a dos extremos.
Antes de esta remodelación, en otra, cuando la alcaldía puso aquella
espantosa escultura de vidrios apilados que semejaba un raudo corredor
translúcido, ya habían desapareciso los cafeníos: los cafecitos pobretones y
amplios, llenos de hombres maduros conversando, fumando, jugando tavli (bagamon).
Ah, cuánto conversan y fuman y juegan los griegos, los hombres griegos
mayores, con el tipo de los que llenan los portales de Morelia: saco y
pantalón en desacuerdo eterno, camisas blancas o a rayas, a veces sombrero.
Dignos. Les cancelaron sus cafeterías, sus cafeníos, y donde estuvo el Megas
Aléxandros de Omonia hay un Everest: la plaga con la peor comida rápida. Les
cancelaron los cafés de Síndagma, con sus sillas hundidas hasta el suelo
como quien busca hacer inalcazable la mesa, pero visible la calle. Así se
come poco porque enderezarse lleva esfuerzo, y a cambio se mira mucho, se
habla más: con los vecinos de mesa, con los vendedores discretos y sin
insistencias, con los transeúntes: futbol, política y sexo. Más política.
Ahora hay otro implacable Everest y un Mac.
Ésa es la mala noticia. La buena es que los señores medio calvos, que
consumen un café en toda la serena y plácida tarde... han recuperado su
espacio y tomaron el Everest con toda naturalidad, donde alguna pareja de
jóvenes y otra de turistas come rápido su comida rápida y se va rápido,
seguida por la lenta indiferencia de los viejos.
Me dieron, como siempre, un cuarto alto y con vista a la Acrópolis. Los
jóvenes de la recepción ya tienen canas; Andoni, el maletero, murió de
cáncer hace cinco años, me lo confirmó por entonces un sobrino suyo que
subía mi maleta; ya me lo había avisado el cantinero del barecito hacia la
calle enseñándome a la vez una forma verbal: O Andonis tha pethani. Traduje
mal: Antonio morirá. “Todos moriremos”, dije. Luego caí en cuenta de que la
forma empleada es de las que indican acción continua: “Se está muriendo”,
era la idea.
Ya murió el día y encendieron las nuevas luces del Partenón (que para bien
sustituyeron a aquellas cambiantes del rojo al verde al azul). Hoy le mostré
los restos del templo de Zeus a Carlos: sólo quince columnas maravillosas,
de capitel corintio (esa idea tan rara de que una cesta llena de hojas de
acanto pueda soportar una trabe de mármol). Lo comenzaron antes de Cristo y
lo inauguró el emperador Adriano, el helenófilo señor de Roma y del mundo,
132 años después de Cristo. Durante la Edad Media la gente lo usó como
cantera: “Vete por una piedrota al templo, hijo; ya se nos acabó la cal”. Y
a pesar de su 1.70 metros de diámetro en la base, son arena y cal.
Con eso recordé que los “muchachos” de la recepción tienen ya más canas que
color en el pelo, y que yo tengo los bigotes blancos. Y Adriano, el romano
helenófilo murmura cuando (minutos después que el Partenón) se encienden las
luces de los riscos, de las murallas y de los contrafuertes: “Anímula,
vágula, blándula...” Todo fluye. Nada se detiene.
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